Hoy en día hay una baja tolerancia a la enfermedad, muy baja, repite la doctora mientras con su mano izquierda coloca tras la oreja un mechón de su melena castaña, siempre mirando al monitor, la otra mano suspensa sobre el teclado negro. Me exige paciencia, hay que pasar la enfermedad, asegura, y me receta un batallón de paracetamoles, una semana de reposo y líquidos. Afuera fabrican su desierto el calor y la calima, y la isla es un mamífero anciano, sofocado y terroso.
El primer día de enfermedad es como un viejo amigo que regresa con su tabarra: la fiebre sobre un colchón, la tos cavernosa y la flema, también las serpentinas frías del sudor, el vaivén de las alucinaciones, los mareos que solo aflojan al llegar la noche.
No muy lejos hay un ventilador mutilado que empuja un hilo de aire que nunca llega a ser frío. Son las condiciones perfectas para abandonarse al vicio. A mano tenía aquel día Humillados y ofendidos de Dostoievski, que tiene líneas sobre las que es posible volver, como este pesimismo del anciano Ikmeniev sobre la vida de escritor, aunque solo para estar en desacuerdo:
Mira que no dejar absolutamente nada… ¿De qué le valió la fama, incluso la inmortalidad? Con eso no come ningún hombre.
Y mientras el anciano alecciona a Vania, el joven escritor, le indica con la mano la calle “oscura, tenuemente iluminada por las farolas sumidas entre la neblina plomiza; las sucias baldosas de la acera, las casas con la fachada empapada por la humedad, los peatones tristes, calados por la lluvia”, en definitiva, la fúnebre noche de San Petersburgo. Se equivoca Ikmeniev: da igual a lo que uno se dedique, nunca dejamos nada aunque lo dejemos todo. El escritor, aunque come poco o nada, al menos deja una memoria del espanto, unas hojas donde alguien aprendió a callar o a sonreír, los detalles de una historia que estamos condenados a repetir.
La noche africana no es menos pesada y huérfana. Los faros de un coche a veces cruzan la calle con una luz urgente. El calor se posa sobre el cemento y los perros ladran en las azoteas. Si sucede algo, si acaso eso es posible, sucede en otro lugar, muy lejos, como una deflagración remota cuya luz anaranjada apenas nos conmueve.
Otro día de enfermedad, entre convenientes delirios, me arrastré hasta una reunión con viejos amigos. Ninguno es escritor, y eso ayuda. Poco a poco me fui esquinando y callé. Mi virtud más apreciada en estas reuniones es la invisibilidad.
Hay un par de días de los que no recuerdo nada. Son como espejos idénticos que se miran y dicen siempre la misma secuencia demente de palabras. Tal vez cambiara algún detalle mínimo en el fondo del vaso de agua, esa espiral de arena blanca que se forma con los restos del paracetamol, el perímetro de la huella de sudor sobre la sábana que arde, la mano que escribe algo que no entiendo, la necesidad de hablar con alguien que no quiere hablar conmigo.
En toda semana de enfermedad hay un día en que uno apuesta por la muerte. Lo ve claro y la espera con alivio. La fiebre es una hermana entonces, las medicinas un engaño innecesario. Uno espera y ella se retrasa, como siempre. Ella solo es puntual cuando nadie la llama.
También tuve un día de Brodsky, vaya usted a saber por qué al enfermo la da por ahí. Y así estuve repasando Etcétera, y pronto acepté su cruel canción de cuna, sus oraciones para un fin de siglo, su forma de dialogar con los muertos.
Y hubo otro día en que todo fue viaje. A través de los cristales de la puerta del balcón, que acumulan la tierra de varios años, se observaba un hongo blancuzco en el horizonte, un invertebrado omnipresente y sin rostro, tranquilo bajo el sol. Me derrumbé otra vez sobre la cama y me abandoné al viaje. Son las astillas que saltan cuando algo se quiebra. Ahí estábamos otra vez los dos bajo los pinos mansos, el río de cuadros y esculturas nos explicaba, y si en algún momento no encontrabas la respuesta, solo hacía falta detenerse, atender a la piedra, ver cómo nos sonreían con desenfado los dioses tirados en la escombrera.
Un largo viaje el nuestro en casi todas las direcciones, y sin embargo, desde el otro lado, mi acompañante decía que todo había sido en vano, que aquel amanecer no fue real.
Hay quien prefiere quemarlo todo para seguir avanzando.
Que otros se conformen con la ceniza, con lo que acaba y huye. Tú elegiste la memoria como salvavidas, los detalles de un sol obstinado que trepaba lento por las sábanas blancas y se recostaba plácido entre nosotros.