Un buen satírico se puede disfrazar de lo que quiera, de científico, de oveja o de asesino, pero nunca dejará su arma descargada al final de la página. El objetivo es claro: hay que vaciar el cargador. Con Stanislaw Lem y su literatura sucede que no hay página donde no veamos el tranquilo fusilamiento al que se compromete todo satírico cuando empieza a escribir. Un fusilamiento que puede esconder algunas excepciones y piedades, pero que debe ejecutarse sin falta.
¿Es un exceso? Sin duda. Toda sátira lo es y su autor lo sabe. Pensemos en Gargantúa y Pantagruel, Los viajes de Gulliver o el Decamerón: no son precisamente ejemplos de equilibrio y euritmia. Pensemos en Pnin de Nabokov, en Bestiario de Juan José Arreola o en Movimiento perpetuo de Monterroso, tan meticulosos en el resultado, tan desmesurados en la crítica. Una desmesura lógica frente al tiovivo insensato y ruinoso de los días.
Magnitud imaginaria quiere ser el segundo paso de esa biblioteca satírica que comenzó con una obra maestra llamada Vacío perfecto. De ella hablé en otro sitio (bajando al sótano, por aquí). Estaba compuesta de reseñas imaginarias como este segundo paso está compuesto de prólogos a libros que no existen. El primero de esos prólogos es al catálogo Necrobias, donde se alaban y desprecian las fotografías pornográficas sin pornografía de Cezary Strzbisz, obras donde se consigue eliminar toda insinuación erótica, a pesar de fotografiar orgías. El efecto se consigue con rayos X. Por eso solo vemos un conjunto de huesos que se entrelazan, una danza de esqueletos que se confunden, una anatomía del vacío. El arte de Strzbisz, como todo arte que se precie de ser actual, es absurdo e innecesario, propone una pregunta que no queremos responder y ofrece una respuesta ininteligible.
Luego viene el prólogo a La erúntica de Reginald Gulliver. Aprovechando la formidable capacidad adaptativa de las bacterias este menguado Gulliver de laboratorio se propone enseñarles a escribir en inglés. Las pruebas de laboratorio tienen leyes que las bacterias no pueden discutir: o te adaptas o morirás. Bajo ese darwinismo sanguinario y premeditado las bacterias aprenden. Nosotros también aprenderíamos.
Al final las bacterias terminan emitiendo un mensaje escrito, aquel para el que han sido preparadas genéticamente tras miles de generaciones. Se disponen de una forma precisa y forman un signo. Es milagroso. Solo una cosa falla: no hay posibilidad de diálogo. Ellas no escuchan, y en realidad tampoco dicen nada. O solo dicen eso.
El tercer prólogo se ocupa de abrir la puerta hacia la fabulosa Historia de la literatura bítica, donde se revisa toda la literatura no humana o producida por diversos programas de ordenador. Ese territorio le permite a Lem reírse de la inteligencia humana, de las formas de la literatura y todo lo que va encontrando a su paso. Es una carnicería y una fiesta de la inteligencia.
El libro se cierra con el prólogo a la Extelopedia, una enciclopedia profética capaz de adelantarse al futuro con una exactitud milagrosa. No solo predice lo que pasará si ocurre algo, sino que lo predice aunque no ocurra nada.
Pero no es lo que se promete. Más que un prólogo el polaco recrea y multiplica la retórica disparatada de esos folletos que quieren vendernos el humo del prestigio, el sándalo de las academias. No hay párrafo que no esconda una sonrisa.
Podría haberse ahorrado el polaco el pliego de muestra de la Extelopedia que cierra el libro. Es el principal defecto de Lem, su obsesión por añadir, por insistir, por no dejar un hueco.
Leo esta Magnitud imaginaria como un epílogo con prólogos a Vacío perfecto. Podrían editarse juntos y se le haría un favor al lector.
Conviene comparar estas páginas con algunos cuentos de Borges, porque en esa comparación todo escritor sale desmejorado, tembloroso o destruido. Al pequeño Lem se le ve salir de esa comparación con una mueca de malhumor, pero intacto.
Esa debería ser su magnitud.
Magnitud imaginaria, Stanislaw Lem (Impedimenta, 2010)