Si alguna vez conoces a alguien que nunca ha creído que actuase injustamente, que no se pregunta sobre el valor de sus actos, es muy probable que estés ante un tipo que, si las circunstancias se lo permiten, no dudará en descargar su arma sobre tu frente en el pacífico nombre de la verdad.
La palabra misma es un señuelo. Aún lo llamamos verdad, pero solo es conveniencia. Tennessee Williams lo dijo mejor: “Todos nos utilizamos unos a otros, y luego lo llamamos amor”. Lo llamamos amor o verdad, pero es otra cosa.
Solo puedo entonces escuchar a quienes han seguido un largo proceso hasta el descreimiento. Llámalo también grieta, llámalo torcedura. Algo que se dobla, que duele y que muestra su interior: su debilidad. Están endurecidos por los espejismos y los discursos, por las leyes, los ídolos y las estatuas que caen y se levantan con la misma facilidad que los muñecos en una barraca de feria. Por eso solo puedo sonreír cuando alguien defiende una estética como quien se pone un traje nuevo para ocultar las miserias de su cuerpo.
Escucho al Kertész de Kaddish por el hijo no nacido, porque no quiere llevarme hacia ningún templo, porque su desconfianza tiembla y se riza cuando escribe, porque no quiere que nadie crea en él.
Escucho a Abbas Beydoun porque sabe deshacerse de toda solemnidad, porque se tropieza y cae, porque se equivoca una y otra vez, de esa forma en que la poesía acierta hoy, a través del error, al aceptar que el poeta es alguien que se aferra a objetos diminutos, a ideas innecesarias, a todo lo que se desprende del idioma y nadie entiende como poesía. Leo Un minuto de retraso sobre lo real y veo a alguien que se aleja de su tradición, o como defiende su traductora, Luz Gómez García, sigue la “tradición de la traducción”. Observa Beydoun a su país, el Líbano, con una conmovida frialdad, como quien necesita evitar el antiguo engaño de su educación para poder verse en el espejo como se vería un extranjero.
Escucho a Montale, que nos aseguraba que su generación había hecho todo lo posible por empeorar el mundo, que vivir al cinco por ciento es suficiente, que no aumentemos la dosis, que a todos nos conviene ser insecto, que solo sabemos lo que no somos, lo que no queremos.
Foto: Tomasz Lazar