El día de los débiles




          
Ninguna debilidad tan equilibrada, ciega y permanente como el egoísmo, ese egoísmo sanguíneo, incapaz de abandonarse a sí mismo sin la ayuda del alcohol. Un egoísmo primitivo, tan saludable en su ferocidad, en su demencia, que no es posible huir de él, agarrarse a nadie en la caída que no sea uno mismo.

Esa soledad provoca cada uno de los horrores que conocemos, y a la vez, inexplicablemente, cada una de las maravillas.

El otro queda siempre muy lejos, gravitando en una órbita remota. Está frente a nosotros, nos habla y creemos entender, pero en el hermético recinto del que escucha ese otro es imposible, y su realidad resbala por el impermeable de nuestro egoísmo como la lluvia. Nada queda en nosotros, excepto unas gotas que se colaron por el cuello del impermeable, el repiqueteo de la lluvia en el plástico, unos segundos de frío.

La ciudad entera es un escenario extraño, una compostura que no aceptamos, una tela de araña de calles por la que caminamos temiendo ser devorados en cualquier instante.

De esa debilidad esencial derivan todas las debilidades nuestras, debilidades que se presentan bajo las formas de la violencia, la soberbia, la intimidación, la depresión o la desconfianza, todas ellas golosas, palpables, nutritivas. Casi no hay impulso humano que no sea una debilidad íntima, una carencia disfrazada, un miedo vuelto del revés, donde solo brilla la más estricta torpeza.


La debilidad del hablador, que en el silencio escucha una voz insoportable, acaso su propia voz que le reclama, alguien que si calla es como si se lanzara al vacío.

La debilidad del fuerte que necesita pelea, demostrar lo innecesario,  destruir lo que ya está destruido. Es la debilidad extrema, sedienta, adicta, que necesita ganar una y otra vez hasta morir ella misma.

La depresión, aquella melancolía de la que hablaba Robert Burton, cuando hasta dentro del humor hay una tristeza y en cada triunfo solo se ve un fracaso. El depresivo es el atormentador de sí mismo, enemigo de todos, despreciador del mundo que se incluye en el desprecio; alguien que nos odia sin límite, como nos odió Swift, y que a la vez comprende que él es uno más, es un igual, cerdo, helminto y buitre, alcornoque, mala hierba, filoxera, uno más al que odiar.

La debilidad del vanidoso, ese papagayo nuestro de cada día, que vive hundido, oscuro, atemorizado, pero sale a la luz disfrazado, alto en su propia mentira, esa mentira que le permite vivir, que le engaña y le convence de lo imposible. Publicar es una vanidad indiscutible, y esa vergüenza hay que arrastrarla como un cadáver, hay que echársela al hombro y escribir con ella. 


Solo como lector agradezco la debilidad vanidosa de los escritores, porque en esa debilidad encontré un placer. La belleza es por sí sola el remedio, aunque nada remedie. Es la morfina, que nada cura, pero que nos evita el dolor.


Debo estar agradecido a las debilidades ajenas, porque con ellas han crecido las mías hasta alcanzar su fracaso natural, su agusanada humanidad. Le agradezco a Sócrates el ejemplo y la perversión, acaso hoy insoportable, de querer establecer una moral que dignifique a quien la defiende, aunque esa defensa te hunda, aunque en ella no haya conveniencia, aunque esa moral solo diga: estás equivocado, eres estúpido y risible. Era la debilidad de Sócrates, a la vez su única fuerza y su evidente manía, su abandono y su adicción.

Mi locura más recurrente es la moral, acaso porque soy tan amoral que necesito corregirme a cada instante, como el ex alcohólico que no puede acercarse a un vaso de ron sin que un dispositivo de seguridad, de terror físico, se adueñe de él.

Desde el café veo pasar una debilidad tras otra, la apresurada debilidad de cada día, esa fuerza en la caída, esa fe que se trastabilla y sigue, esa ideología bien abrigada, esa esperanza que aún no ha dudado, esa certeza que se miente, esa conversación donde no es posible decir nada, solo compartir los sonidos, entrelazar huecos, temer y despreciar en silencio.

Cada día es el día de los débiles, un día que se repite sin descanso desde hace milenios.

Acaso solo me divierte hoy ver a esa gente como me veo a mí, con la misma distorsión y el mismo afecto. A la vez los odio y los amo, me repugnan y me atraen. Esa debe ser una de mis debilidades, esa contradictoria ceguera.




Nuevas mentiras viejas

Bill Sunday, evangelista y severo defensor de la Ley Seca. Herbert A. French, Biblioteca del Congreso



Creía Kant que la verdad era un deber incondicional del hablante frente a todos, aunque ese hablante se dirija a una sola persona, y en concreto a una persona a quien no se atreve a decirle la verdad. La mentira, por minúscula que sea, es el mayor delito que podemos cometer, pensaba el confiado Kant. 

No hagan caso: es una partida de cartas donde toda la baraja está marcada de antemano. Ese jovencito pecoso que parecía el incauto se ha vuelto un timador profesional con una orden internacional de busca y captura, y la anciana despistada, cándida, que no parece capaz de concentrarse dos manos seguidas, ha resultado ser una exprimidora de crédulos. Tomemos a un timador clásico, a un tahúr con toga, Cicerón. En su texto En defensa de Lucio Valerio Flaco ensaya un elogio de los griegos pero no les concede ningún afecto por la verdad: “el respeto por la verdad y los testimonios esa nación jamás lo ha cultivado”. 

Vale, Cicerón. Lo que tú digas. No fue el único romano que acusó a los griegos de mentir, es decir, de escribir la historia como quien escribe fábulas. Quintiliano y Plinio el Joven repitieron esa acusación. ¿Mentían? No, pero decían esa verdad justo antes de colarte su convicción, su fe, su mentira bien empaquetada. Para ellos la verdad, la ciencia de la historia, eran Tito Livio o Suetonio, a los que hoy no podemos considerar más que fantasiosos novelistas al servicio del poderoso de turno. Suele ocurrir que quien dice la verdad en la crítica luego miente en la propuesta de ley, y esa partida se lleva repitiendo siglos y no hay día en que no se juegue alguna mano en un libro o en un periódico. 

La historia es sin duda el mejor lugar para dejar una mentira. Mentir en una novela es lo natural, porque las novelas se escriben para mentir y para que sea el lector el que deduzca una verdad. Pero la historia no, porque allí se dicta el pasado, se corrige y se reordena. Si algo no encaja en nuestra teoría, se esconde o se niega.

La historia es el lugar donde cualquier mentira germina, crece y se reproduce, sale del libro, toma las calles, se sube a las banderas y carga los fusiles. Pronto será verdad, al menos para aquellos a quienes les conviene esa verdad. Si no hay consenso, si existen otros que no aceptan esa verdad, habrá que acudir a los refinados instrumentos que hemos elaborado durante siglos de civilización: el exterminio, la opresión, la damnatio memoriae o la censura. 

El ser humano es una larga mentira que produce, incluso cuando cree decir la verdad, nuevas mentiras viejas. Lo extraño, lo milagroso, es que no mienta. A veces es el lenguaje el que trabaja a la sombra y nos engaña, a veces el tanatorio de nuestras creencias, a veces nuestra verdad de hoy que mañana hará reír a los niños en la escuela, otras la cobardía, el puro miedo en la boca, el instinto de supervivencia, y no pocas veces el deseo de vencer, de tener razón, aunque tenerla signifique pasar de largo ante esa cosa frágil, diminuta y dudosa llamada verdad. 

Se equivocaba Kant, porque hay mentiras que a nadie hacen daño, excepto a quien las dice. Son las otras, las que se ponen el uniforme y dan órdenes, las que se disfrazan de verdad y aspiran a ley, las que debemos cuestionar una y otra vez, porque acaso no hay otra verdad más valiosa que aquella que nunca termina de serlo, aquella de la que siempre podemos desconfiar. 

Muros altos




Un error es un hallazgo que no podemos despreciar. Sin el error no habría posibilidad de acierto, que es algo conveniente para el ego, pero aún más importante es que sin el primer error no se daría la posibilidad de cometer el mismo error por segunda vez, por tercera y cuarta, la multiplicadora posibilidad de cometer indefinidamente el mismo error, al que luego llamaremos con orgullo Historia de Occidente.

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Es costumbre que el necio no valore la genialidad de su condición y con una humildad pavorosa dedique su existencia a encontrar semejantes. Es una propiedad del genio y de la necedad, y a la vez es una cruzada, un vicio y un íntimo perdón. La existencia de una manada de iguales hace creer al individuo que su comportamiento es una característica de la normalidad.

La necedad agudiza el talento para distinguir a los necios, y esto permite a cualquier necio la posesión de un radar para identificar semejantes. Puede entreverlos cuando van solitarios o en desfile, en efigie o en rumor, pero siempre los identifica sin necesidad de someter a juicio su inteligencia. Son necios porque él lo dice, necio mayor, catedrático en las necedades ajenas.

La necedad, eso nos gusta pensar, es una etiqueta que nos conviene a todos, pero especialmente a los otros.

Debo disculparme porque estas alegres conclusiones son muy pesimistas. De ellas se deduce que quien se jacta de ver necios a su alrededor tal vez ignora que es uno de ellos, o para ser más exactos, el talento para identificar la necedad ajena no exime al talentoso observador de esa condición.

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La especialización investigadora en el universo de las humanidades produce anualmente varias toneladas de papel encuadernado y minuciosamente escrito en forma de tesis, casi todas asombrosas e infranqueables, y esta producción frenética de conocimiento conlleva la transformación de muchos buenos estudiantes en animales fabulosos. 

Hablo de seres que han conseguido adquirir un conocimiento máximo en algo extremadamente pequeño, al menos como campo de conocimiento. Ese campo de conocimiento es tan diminuto que es posible que no exista en él conocimiento alguno, pero eso nadie lo sabrá nunca, pues no existe otro especialista dispuesto a perder su vida para demostrar que su antecesor estaba equivocado, inventó datos, equivocó conclusiones o no dijo nada, aunque rellenase miles de páginas de esponjosa retórica.

La especialización obtiene así, por ausencia o huida, el beneficio de la duda. En ese lugar se instala el investigador, seguro de que nadie podrá saltar el muro que ha ido construyendo con la acumulación de notas a pie de página. 

El muro es demasiado alto para entrar, también para escapar. Queda entonces el especialista encarcelado en su universo, elogiado sin ser entendido, admirado por defecto, convertido ahora en ese animal fabuloso que habita universidades y congresos.



Un hombre que duerme



Lo mejor es quedarse dormido, no acudir al examen, ignorar el horario de trabajo, si acaso alguien tuviera semejante cosa, y quedarse ahí, sin nada que hacer y sin hacer nada, como quien solo espera y olvida.

Quien se pregunta por el sentido de lo que hace está perdido, y quien no se hace esa pregunta solo gira en una turbina. El protagonista de Un hombre que duerme, de Georges Perec, se ha hecho la pregunta, se ha bajado de la turbina y ahora, lo sabemos, está perdido, como nosotros.

Ha decidido no levantarse de la cama, ausentarse del proyecto de una vida que no siente como suya, merodear sin objeto o demorar cualquier actividad, describir lo que sucede como si le sucediera a otro y vivir como si la voluntad fuera una variante de la inercia. Es la novela del que se detiene y espera, alguien que no sabe bien lo que busca, pero sí de lo que huye, alguien que hemos sido y seremos nosotros, tipos que se interrogan sobre esa alucinación a la que llamamos realidad y a la que acudimos con una mezcla de asombro y repugnancia. 

El protagonista de Perec no quiere la libertad de hacer, de fabricar, engullir y producir, sino la contraria, la libertad de no hacer, de permanecer fuera del mundo como quien se ha propuesto analizar cada una de las minúsculas fealdades de su existencia, como si en ellas se escondiera una fascinación o una respuesta. Allí, y pronto lo descubrirá, no se esconde ninguna respuesta, no hay lecciones ni moral, solo miedo, un miedo que se adhiere a la piel, un miedo que te hace desear que todo acabe.

Este es el libro de la negación, la desidia y un cansancio inconcreto y asfixiante. Sabemos que respira el protagonista, pero sabemos que respira sin porqué. No elige ningún camino, solo se detiene y observa la encrucijada como un entomólogo aturdido y pesimista.


Es alguien que se juzga y no se encuentra inocente, alguien que se detiene al borde de un día cualquiera y decide respirar en esa frontera, establecerse en un hilo de pensamiento y mirar sin afecto a los dos lados. El precipicio y la vida son igualmente absurdos, piensa, y el paso, si hay que darlo, puede postergarse.

Quien se juzga a sí mismo no puede esperar benevolencia. El narrador y protagonista de Un hombre que duerme es también el juez, el fiscal y el acusado, y todos saben bien que no hay salida, que el problema somos nosotros, que el incendio está bajo la piel y no se apaga con buenas intenciones y un puñado de principios higiénicos y una dosis adecuada de psicoterapia. No, no se apaga el incendio, no hay salida y las escapatorias no sirven. En la vida las puertas de emergencia llevan también al incendio.

Tal vez por eso escribe, para disminuir el agotamiento de la perplejidad, para concentrar la mirada en el detalle menor, para curarse de la vida describiendo la vida, su alucinada turbina que pasa y vuelve y no acaba nunca.

Perec, ese enumerador compulsivo, detalla la vulgaridad diaria y neutra como si en ella estuviera la explicación de la caída, el sentido de esa voluntad que ha decidido no levantarse, no hacer lo que se espera y no esperar lo que se debe hacer.

Nada de ganar el tiempo, porque el tiempo está perdido de antemano y para siempre. Nada de correr detrás de nada. Solo formas para perder el tiempo y excusas para no correr. 

Las páginas en las que describe París, la gente que pasa frente a un café, insisten en el asombro ante todo y en el general sinsentido. ¿Por qué poner un pie delante del otro?, se pregunta Perec. ¿Por qué seguir paseando? ¿Adónde va con tanta prisa toda esa gente? Es una danza hipnótica, que se alarga y perdura, que se vuelve ciclo, que crece y decrece, que se hincha y revienta y vuelve a empezar, una larga enumeración que en su belleza y en su demencia no dice nada, o solo dice eso.


Es vida o es nada



No es el mejor poema de Claudio Rodríguez, pero no le hace falta serlo para que encontremos en esa página el motivo, acaso inevitable, de toda literatura. El poema es “Lo que no se marchita” y pertenece a un libro que podría haber sido publicado ayer, El vuelo de la celebración (1976), un libro donde lo que se celebra es la realidad a pesar de la historia, a pesar de la podredumbre. 

Ve el poeta a un corro de niños y entiende que si hay una casa de la que no se debe salir es esa. De alguna forma esos niños, sin decir nada, le acusan, porque quien descubre el mundo sabe más del mundo que quien viene de vuelta y hace muecas y da lecciones de humo.

Luego se detiene en una niña y escribe: 

Contemplo ahora a la niña más pequeña: 
la que pone su infancia 
bajo la leña. 
Hay que salvarla. Canta y baila torpemente 
y hay que salvarla. 
Esa delicadeza que hay en su torpeza 
hay que salvarla. 

No es el poeta el que ofrece, sino el que pide. No es el escritor el que da sino el que recibe, y debe entender lo que recibe y devolverlo. Por eso Claudio Rodríguez ve en el corro de niños a los maestros y en él, en su madurez, al aprendiz. 

Hay que salvar al que pasa, al que trabaja y muere a nuestro lado, a los que juegan o callan, porque la literatura es vida o es nada. Si no se escribe para salvar algo del fraude del tiempo nada se escribe. 

Y cuántas veces, sin merecimiento, 
estoy junto a este corro, junto a esta 
cúpula, 
junto a los niños que no tienen sombra. 




En esos versos pensaba uno al volver de un paseo por las viejas calles del Toscal, en Santa Cruz, como quien dice en la periferia de cualquier sitio. Aquí todo es final y principio, como si la ciudad entera se estuviera hundiendo de este lado, en las ventanas tapiadas con bloques, en los solares donde un muro separa los escombros privados de los escombros públicos, en la cirrosis de las fachadas, en ese joven descamisado que mata la tarde junto a la puerta de un bar, somnoliento, casi vivo. 

Las casas más dignas son las arruinadas, porque en ellas nada miente, nada se maquilla, justo allí donde cuelgan unos cables de la fachada, donde se acumula la tierra en el alféizar y el número sobre la puerta palidece y tose.

Dos gatos rondan una bandeja de carne bajo un coche, protectores de un banquete de caducidades y sobras. Los cristales rotos de una ventana amagan un grito. La calle desciende estrecha, baja, desacompasada. El balbuceo de un televisor crece y se apaga junto al zumbido de una mosca. 

Se diría que está todo recién muerto, dispuesto para ser derribado, para empezar de nuevo. 

Llego entonces a una plaza y en la plaza hay unas canchas donde juegan unos adolescentes y en su juego, en su espontánea forma de no rendirse, de creer en esta demencia, debe habitar una resistencia. 

No les importa a estos adolescentes estar fuera del mundo. Y el dolor o la injusticia les llueve encima mientras corren, y nada les detiene. Son ellos lo que hablan, ellos los que enseñan. Solo hay que acercarse y escuchar.



Sobre un festival literario o las miserias del oficio



Sospecha uno que si un festival es literario serán los escritores los protagonistas, como se espera que en los conciertos la música la interpreten los músicos, las obras de teatro las representen actores y los trasplantes de riñón los realicen cirujanos, cosas todas ellas insólitas. Es el peligro de confiarse a la lógica en una realidad que tiene el aspecto de un psiquiátrico a la intemperie. A nadie puede extrañarle entonces que a los festivales literarios les sobren los escritores. Me explico.

Hace unos días acabó un asombroso festival literario en la no menos asombrosa ciudad de La Laguna. Los organizadores decidieron, en un acto de bondad, invitarme a tres actos. Así, en pelotón. En la web de la cosa ya bailaba mi nombre antes de que uno hubiera dicho sí o no a esos compromisos. Debieron pensar los organizadores, tan generosos, que uno se dedica a escribir para que ellos puedan ganarse la vida, que uno prepara recitales, coloquios y encuentros para que ellos, en su divinidad, puedan justificar un presupuesto, que uno le cede unas horas de su vida a unos extraños a cambio de “detalles gastronómicos” y palmadas en la espalda. 

Uno ha recitado en bares y subterráneos, ha charloteado en plazas, institutos o muelles de carga, ha conferenciado allí donde le pagaran algo, por miserable que fuera el trato o el escenario, uno no pidió nunca hoteles con estrellas, pero hacerle tres actos al prójimo a cambio de un plato de lentejas es algo que nunca pensé que me propondrían, excepto quizá en época de guerra.

Sé que no fui el único que despreció ese plato que nos dejaban en el suelo, y eso me reconforta. Aspira uno todavía a reunir las lentejas por su cuenta, a comerse el plato en su casa y a no mendigar. 

Sí, lo sé, pide uno mucho, pero puestos a elegir prefiere uno ponerse a lo Max Estrella y comerse las pulgas. 

No se sabe cómo, pero en este festival literario se remunera (según el estrepitoso correo que me envió su organizadora) a los actores, los cantantes y los músicos, también a los técnicos y diseñadores, pero no a los escritores, porque como todo el mundo sabe en los festivales literarios un escritor es algo innecesario y tautológico.

En este conmovedor festival la literatura fue, según sus organizadores, una cosa transversal, porque la literatura está en todos y todos en la literatura, como el Dios del panteísmo. Según esa doctrina cuando tengamos un festival de música habrá que invitar a entomólogos para interpretar a Stravinski o Arvo Pärt, cuando se acerque un festival de teatro tendremos sobre los escenarios a escayolistas y fontaneros, que son gente muy apañada y transversal, capaz de representar a Mayorga o a Sófocles sin excusa y sin ensayo, y si asoma un congreso internacional de filosofía las discusiones sobre Sloterdijk, Zizek o Habermas se las encargarán a concejales y asesores de lo público, tipos capacitados para refutar al más pintado y sacarse sus antinomias del neocórtex.

En el inolvidable correo de la organizadora se afirmaba que solo se pagaba a los escritores que realizaban “un trabajo previo de escritura”. Esto significa que los poemas que se leen en los recitales no están escritos o son improvisados para el acto, o según otra posible interpretación esos poemas no han necesitado trabajo alguno, que es la idea que muchos tienen de ese ejercicio de la inteligencia al que llamamos poesía.

No quisiera uno que su oficio fuera más que el de un albañil, un jardinero o un taxista, pero tampoco que fuera menos. 

Este es el país que nos tocó vivir, esta la época. Con ella o contra ella haremos nuestra literatura. Para defendernos de tanta masa encefálica al servicio de todos no valdrá con una trinchera, tampoco con un muro. Es en nosotros, en nuestros acomodados cerebros, donde sigue multiplicándose el cáncer. 



Que trata de entrevistas y muertos




A veces se lee uno con terror, no porque esté en desacuerdo con lo dicho, sino por el tono, que a veces le sale a uno demasiado ácido. 

Digo eso a cuento de la entrevista que me hace el ectoplasma de Truman Capote con la ayuda de Toni Montesinos y que puede leerse en su blog.

Me pregunta unas cosas ingenuas, y por ello terribles, el fantasma de Capote. Cosas así:

-¿Prefiere los animales a la gente?

-Prefiero a la gente que hay en ciertos animales.

-Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?

-Elegiría a cualquier energúmeno disfrazado de buena persona. Alguien como tú o como yo.

¿Tú que hubieras respondido?

Aunque parezca lo contrario, no es el primer muerto que me interroga. Todo lector suele frecuentar a los muertos, conversar con ellos, pedirles cobijo y compañía, por ver si la vida en este manicomio se nos hace más leve y se multiplican las pastillas y podemos morir en paz con nosotros mismos. 

No hay mejor amistad que la de un muerto que desde un libro sabe quitarte la razón, contradecir tus buenas intenciones o diseccionar tu conciencia. Y aunque haya no pocos vivos que merecen una lectura, los muertos siempre serán más. Es la ventaja que tiene estar del otro lado.

Conviene que los muertos nos interroguen sin descanso, que nos recuerden sus errores y debilidades, que también son los nuestros, los que cometimos ayer, los que estamos a punto de volver a cometer. 



Imagen: Fred Herzog

Dos sueños a cuestas



Son las dos formas de extrañamiento que más se repiten: aquella en la que buscamos huir de la sociedad sin abandonar el hilo de la vida, y aquella en que la sociedad parece habernos abandonado. El primero podría ser el loco, el asocial, el esquinado. El segundo es el que ha conocido la soledad moral.

Anoche esos dos extrañamientos fueron representados en dos sueños sucesivos, quizá porque  la realidad del sueño nos explica lo que no queremos escuchar en la vigilia.

El protagonista de esos sueños era alguien que se me parece pero que no soy yo, o para ser más exacto, aún no lo soy. 

El primer sueño podría resumirse así:

Una mañana, sin avisar a nadie, sin mostrar sus intenciones, sin dejar huella alguna, salió de casa para no volver nunca. Los bolsillos vacíos, como él. Sería vagabundo o mendigo o nadie. Sería no el fracaso, sino la inercia. Sería otro, cualquiera, un extraño que duda cuando dice “yo”. Sería alguien que no recuerda su nombre, alguien que está dispuesto a todo, excepto a volver. 

El segundo sueño corre así:

Al bajar las escaleras de su edificio, al abrir la misma puerta de cada día, el mundo, su mundo, el nuestro, se le había perdido. Una ciudad deshabitada y desconocida le vio caminar durante días. Esa ciudad, esa cárcel, no tenía puerta de salida. El mundo se le había perdido y era imposible volver.

¿No es el primer sueño la representación de un deseo que todos, alguna vez, hemos elaborado? ¿No es el segundo sueño el reflejo preciso, quizá por espontáneo, de una realidad que a veces solo podemos observar con náusea?

Sin embargo, sé que esos sueños no son la caída, sino la red. Son la distancia de protección, la misma que guarda el boxeador con su rival, porque a veces nos dejamos golpear por la realidad y necesitamos subir la defensa, retroceder, evitar el encuentro, volver a nuestra esquina, sobrevivir. Esos sueños, a su extraña manera, me reconfortan y me protegen.

Luego salgo a la calle, a cualquier calle, con esos dos sueños a cuestas, y todos los rostros que veo son también protagonistas de esos sueños, y siento que cada uno de nosotros está al borde del precipicio, que cada uno huye sin saberlo, solo en apariencia confiado.


La gran liquidación




El Estado, como sabemos todos, es un organismo de animales sedentarios al servicio de cualquier majadería. 

Vean el escaparate: todo a su servicio, todo en oferta. Es la gran liquidación. El Estado como gestor de sus bolsillos y promotor del saber, el Estado como árbitro de los servicios públicos: esos aeropuertos sin aviones, esos palacios para humildes monarquías, esas instituciones sin función, esos asesores de asesores que miden las horas kafkianamente en despachos de un silencio estremecedor, esos embajadores que sufren los rigores del exilio en estrechas mansiones, esas prohibiciones que nos recuerdan los límites del cuadrilátero, esos decretos que se defienden de otros decretos que a su vez inutilizaban decretos anteriores, correcciones de una ley decimonónica que se nos había colado bajo la puerta de la cocina, presupuestos fantasmales seguidos por un séquito de eufemismos, fanfarrias culturales con domador al fondo, la filoxera de la retórica en rueda de prensa o la ideología zumbando entre los micrófonos como una mosca demente.

Habría que darle la razón a Heller y firmar que el Estado es un sistema de dominación. Y no añadir nada más.

Por eso a veces conviene volver a la pregunta inicial, a las reglas del juego. Y ahí cometí el error, y acaso la suerte, de llegar hasta Aristóteles. 

Aristóteles es un tipo sin humor y sin poesía, alguien que cuando escribe se pone serio, como quien escribe al dictado de la Verdad, que es una de las peores cosas que se pueden hacer cuando se escribe. A mí esa seriedad de Aristóteles me da mucha risa, porque todo parece escrito por un tipo que se cree el padre fundador, que la verdad se le está cayendo de los dedos y que a ver quién se atreve a refutarle en un par de milenios. Ya digo, todas esas cosas que tanto excitan a algunos profesores a mí se me presentan como una comedia.

Pero volvamos al hilo del Estado. El asunto es que el optimista Aristóteles defendía que el Estado era un organismo cuya función consistía en mejorar la vida. Ese optimismo griego tiene hoy tanto uso como la metempsicosis, el carruaje o la épica en octava real.

Quizá podría servir como título de un libro de autoayuda editado por el gobierno: El Estado al servicio de la vida. O tal vez: El Estado: manual para principiantes, y así. Y un subtítulo: Y otras formas de emitir buenas intenciones como si uno estuviera fundando el método científico.

La realidad es siempre lo contrario de un libro de autoayuda, y en ella las buenas ideas, aunque las firme Aristóteles, suelen andar cabizbajas o llevar una vida subterránea. 

Pregúntele usted a un economista dónde queda la vida.

La vida está ahí, te dirá señalando a su banco.

Hoy estamos todos al servicio del Estado. Se trabaja para él, muchas veces se come gracias a él, y otras veces se come a pesar de él. Y el Estado, tan generoso de suyo, como agradecimiento, nos empeora la vida, nos miente, se ríe de nosotros, nos empuja al hambre, al suicidio o a la calle, y luego se queja, pobrecillo, de lo mal que lo tratamos.

El Estado, el buen samaritano, nos dice cómo debemos conducir, qué sustancias podemos consumir, cómo nos conviene comportarnos, qué sistemas debemos utilizar para conocer, qué cosas nos mejoran. Nos educa y nos reprende. 

Tal vez el Estado solo es un inmenso espejo en el que se refleja nuestra podredumbre. No lo que querríamos ser, sino lo que somos. No la esperanza, sino la vidriosa realidad. 


 Foto: Julian Röder

El asno, el cerdo y el escarabajo



La obra que sostiene a François Rabelais son los cinco libros monstruosos que cuentan la inverosímil historia de Gargantúa y de su hijo Pantagruel. Esas páginas son una enciclopedia de la vulgaridad escritas con estilo zumbón y un diccionario del insulto donde cada títere encuentra sus hilos. Rabelais se propone jugar con el lenguaje y las convenciones, le toca las nalgas a la frase, se emborracha hasta la demencia contemplando al ser humano y orina sobre la decencia. El Gulliver de Swift repetiría luego ese ejercicio. La obra de Rabelais es una broma nihilista y un desacato. El francés juega al frontón con unos personajes deformes y un humor escatológico. Tal vez algunos lectores piensen que un libro así debería olvidarse, que su fotografía es innecesaria y su medicina inconveniente. Se equivocan. El retrato de Rabelais, aunque deformado, no es inexacto, y cada día su disparatado universo se renueva en el nuestro, sale a la calle y se multiplica en las pantallas.

Algo hay en esta teratología cómica que nos pertenece. Quizá la palabra no sea el medio para la expresión de contenidos espirituales, como defendía Walter Benjamin, sino el medio ideal para expresar nuestra asombrosa cercanía con el asno, el cerdo y el escarabajo.


Idiomas que no hemos aprendido a escuchar




El día está lleno de pequeños idiomas que crecen sin nosotros, idiomas que se propagan a nuestro alrededor y que no hemos aprendido a escuchar. 

El idioma del viento golpea su sermón en las ventanas, silba por las escaleras del edificio como un animal enjaulado, tabletea en las puertas, insiste toda la noche en su monserga. 

El idioma de Alba, cuyo silencio dice más que mis preguntas, más incluso que sus improbables respuestas. 

El idioma del asfalto que creemos dominar sin esfuerzo, su rugosa piel sobre la que hemos vivido sin entender, la dirección que nos entregó y que no supimos aprovechar.

El idioma tensado que hay en las manos grandes, deformadas y morenas de Miguel, manos que se aferran a un viejo cuaderno donde ha garabateado historias sin literatura, empujadas contra la gramática, ocupadas por una voz que arrastra sacos, palas y camiones llenos de jornaleros. Esas manos son su idioma y su literatura, y en ellas ha sobrevivido el sol, el polvo y el trabajo, pero él quiere contarme su historia con palabras monstruosas.

El idioma de los escaparates que arde bajo los halógenos, sus maniquíes que nunca miran a los ojos, donde la naturalidad se ha vuelto lugar común, la felicidad una tarjeta de crédito, la sonrisa una liquidación.

El idioma adolescente, esa arrogancia esquinada en un bloque del suburbio, su posesión del mundo que solo es miedo, esos kamikazes que no quieren morir. 

El idioma del cartero, gastado en números y apellidos, sudoroso, a punto de ser doblegado, joven viejo que aparca la vespa amarilla y siembra impagos por los buzones de la calle. 

El idioma de la velocidad de las cosas, por decirlo a la manera de Rodrigo Fresán, nuestra navegación sobre teorías que se reproducen sin descanso, la aceleración de los signos sobre una pantalla, esos fósiles de la inmediatez.

¿No habrá en la realidad, en su doble fondo, en su malicia, una nueva realidad esperándonos? 



Niños



Son unos niños, dice, como si fuera un insulto el serlo más allá de cierta edad, como si lo conveniente fuera no serlo, o aún peor, como si debiéramos limitarnos a ser un adulto, un serio, astuto, hinchado adulto. 

Somos niños porque seguimos jugando, y al jugar evitamos esa decrepitud que algunos solo ven en el cuerpo. No importa el juego, solo jugar, porque al hacerlo alcanzamos a reírnos de nosotros y del mundo, y nada nos distrae de la verdad, que es la risa misma.

En ese reír está la absolución, porque al reír vuelve uno a ser niño y vuelve a confiar en la naturaleza. Eso es todo lo que le pido al día: volver, resistir. 

El insulto es un sofá que venderán pronto en algún rastrillo, pero a este día nuestro lo exprimiremos bien, que no haya nada luego que vender, que solo quede esa nada que no se acaba nunca.

Que sean adultos los solemnes y los huecos, que hagan lo correcto y tengan muchas leyes para ocupar su ocio, yo prefiero esta nada del juego, estas virutas que van dejando las palabras por el suelo, estos vicios que comparto con cualquiera, esta muerte que se ríe conmigo mientras los dos nos vamos a jugar. 


Masa crítica. Una introducción a Francisco Alba




Sospecho que muchos lectores detestarán esta Masa crítica (Vaso Roto, 2013) desde el primer poema, y lo harán por razones de higiene mental, porque hay libros que no están dispuestos a darnos la razón, libros que se ríen de nosotros, que nos manchan y atosigan, y el libro de Francisco Alba es uno de ellos.

En su interior nos esperan los platos fríos de la historia mezclados con recortes de prensa, las pobres victorias de la inteligencia hundidas en la piscina de nuestra locura, nos esperan los alimentos que nadie quiere comer, la voz del fanático y la del dictador, también la voz del abatido y la del rencoroso, acaso también la tuya y la mía.

No cree Francisco Alba que la alegría sea posible, pero se abstiene de fatigarnos con vagas teorías sobre su pesimismo. Prefiere fotografiarnos sin aviso, sacarnos borrosos, descentrados, ridículos. Sabe que la solemnidad no conviene a la poesía, y nunca se permite una seriedad. Es mejor darnos voz sin retocar nuestras palabras, mostrarnos tal y como somos, no como querríamos ser. Basta con eso para que entremos en la sátira.

Francisco Alba se empeñó desde su primer libro en hacer que la historia pesara en sus poemas, que las lecturas se mezclaran con su nihilismo, que lo cotidiano conviviera con los cadáveres ilustres. Este es su tercer libro de poemas, tras Teoría de la culpa (1995) y El contrario (2008), y aunque sea el mejor de los tres, también es el menos accesible y el más arriesgado y espinoso. 


Para un lector que no haya leído antes a Francisco Alba, un poema como “Oración por mi hija” podría entenderse como una glosa de Kaddish por el hijo no nacido de Imre Kertész, pero quien lo ha leído sabe que ese tema es una insistencia, que esas líneas cumplen con una de sus obsesiones: la de un pesimismo que no deja ninguna puerta abierta, siquiera la de un humor catártico. Como sucede cuando leemos a Cioran, estos poemas nos abandonan en una habitación donde es posible la mejor literatura, pero donde el oxígeno escasea. 

Con muy poco hace un poema Alba, le bastan unas palabras situadas fuera de su contexto y los hilos de una metáfora. Esa habilidad es evidente en “Nadie”, un poema que alarga y distrae la espera de una conversación telefónica. Los minutos se vuelven meses, los meses años. Al otro lado solo hay una máquina cuya voz metálica nos exige permanecer a la espera. “En este momento / todos nuestros agentes están muertos.” Llevamos demasiado tiempo esperando, podríamos concluir con Alba, para no estar muertos. 

Hay una fiesta en este libro, pero es una fiesta macabra que lleva varios milenios repitiéndose. No mires a otro lado: es en nosotros, escribió Pasolini, donde el mundo es enemigo del mundo.  



Frente a los nombres con busto y plaza, las secuencias históricas y las teorías de conveniencia, opone Alba un contrapunto ácido, un ejercicio de poesía anticlimática, y nos habla de lo que sucede cada día sobre el asfalto, del estiércol que recorre los periódicos, de la canción que pronto silbará en nuestros huesos.

“Toda nación necesita la tumba de un cadáver anónimo sobre la que dejar flores y baba”, se lee en el poema en prosa “Anónimo”. Alba pone en marcha el gran tiovivo en el que gira una civilización alucinada, un animal que no ha conseguido entenderse con su destino.

Su propósito no es soñar, como lo fue para Hawthorne, tampoco detallar pesadillas, como pretendía Poe, su apuesta se acerca a la ironía seca y descriptiva de Simic, a la minuciosa socarronería de Szymborska y al humor depresivo de Cioran. 

La existencia, vista a través de estos poemas, es como una fiesta en un inmenso tanatorio, un lugar donde la estupidez, la tortura y la belleza bailan cogidas de la mano, donde un forense te exige, ahora que estás muerto, un seguro que cubra la autopsia, una fiesta donde el héroe es un asesino, donde las sonrisas tienen un precio exacto, donde algún día tendrás, si te has portado bien, una droga que alivie tu caída.

Sé que páginas como “Happy Few” o “Indolencia” justifican cualquier libro. Sé que "Utopía en Shtime", trabajo publicado en Contra el ruido (2010), su único libro de ensayos y aforismos, es uno de los mejores ataques al ser humano que he leído. No me inquieta que los lectores no se acerquen a la obra de Francisco Alba, tan distante y amarga. Mañana, cuando algún lector quiera comprender, encontrará en ella una radiografía de nuestro tiempo.



Foto inicial: Douglas Ljunkvist

Grillo: reiniciar ahora





Muy pocos entienden qué demonios está pasando en Italia, qué enfermedad se lleva incubando desde hace décadas, para que a un cómico llamado Beppe Grillo le hayan votado más de ocho millones de personas. Tampoco se entiende bien que el ganador sea un señor, Bersani, que ha perdido más de tres millones de votos, y no existe absolutamente nadie que entienda cómo Berlusconi sigue ahí, sobre el escenario, con su sonrisa tirante, remoreno, barbilla en alto, y no durmiendo en una cárcel.

Para explicar por qué Beppe Grillo es escuchado como una especie de nuevo profeta, aunque sea bajo, feo y gritón, es necesario comprender en qué se ha convertido la democracia por allí. 

Los italianos escuchan a Beppe Grillo porque ya no pueden seguir olvidando que viven entre la inmundicia. ¿Cómo es posible olvidar la demencia que se repite cada día? ¿Cómo evitarla si nos sale al paso cada mañana?

Vamos a intentarlo. Olvidemos.


Olvidemos a un político del cretácico como Berlusconi, un ángel acusado de prostitución infantil, cooperación con asociación mafiosa y abuso de poder, entre otras alegres baladas judiciales. Olvidemos que el año pasado fue condenado a cuatro años de cárcel, aunque eso en Italia es un asunto menor, fácilmente corregible. 

Olvidemos a Umberto Bossi, cuya actividad más reconocida en los últimos años fue roncar desde el escaño durante los debates parlamentarios. Olvidemos sus declaraciones, como aquella en la que sostenía que se debía acabar con los inmigrantes a cañonazos. Olvidemos que Bossi fue condenado por la financiación ilegal de su partido en 1994, el mismo delito por el que tres fiscales le investigaban en 2012, aunque en esta ocasión el flujo de dinero provenía, sin grandes disimulos, de la ‘Ndrangheta, la mafia más extendida en la región de Lombardía. 

Olvidemos. 

Olvidemos a Vittorio Sgarbi. Alguien que se presentó en 1990 por el Partido Comunista Italiano a la alcaldía de Pesaro, pero no tuvo éxito. Ese fracaso tuvo que devorarlo. La derrota debió fortalecer su carácter, porque meses más tarde se había convertido, por arte de encantamiento, en consejero en San Severino Marche, cerca de la costa adriática, en representación del Partido Socialista Italiano. 

Olvidemos que dos años después, en 1992, Vittorio Sgarbi se convertía en alcalde de San Severino. Olvidemos que ese mismo año se transformaba en diputado nacional por el Partido Liberal Italiano, partido que se define como antisocialista. El giro no estremece a nadie. Olvidemos que en 1994 es reelegido como diputado por Forza Italia, la coalición que lideraba Berlusconi. 

Olvidemos que en 1999 Sgarbi crea su propio partido: I Liberal Sgarbi-I libertari (Los liberales Sgarbi-Los libertarios). Eso no le impide ser nombrado por Berlusconi Subsecretario de Bienes Culturales. 

Olvidemos que en 2005 el señor Sgarbi desembarca en L’Unione, coalición de la izquierda moderada que lideraba Romano Prodi. Olvidemos su capacidad para camuflarse y sobrevivir en la selva. Solo una norma interna del partido le impide presentarse a las elecciones. 

Olvidemos las cloacas que recorre o los cerebros que conmueve, porque en 2006, en otro ejemplo de su arte para el escapismo, sale a la superficie como asesor cultural del Ayuntamiento de Milán. La elección es revocada en 2008. 

Olvidemos que ese mismo año Vittorio Sgarbi es elegido alcalde de Salemi, un pueblo de la siciliana provincia de Trapani, presentándose por un partido que se proclama de centro, que es la definición más exacta para todas las formas de indefinición. 

Olvidemos que a principios de 2010 la guardia di finanza, que persigue los delitos económicos, abre una investigación que es seguida por los diarios nacionales. Con gran soltura Sgarbi dimite, luciendo una frase que fotografía su quinqué: “Aquí la antimafia es peor que la mafia”. 

Olvidemos la última joya de Sgarbi, es del 22 de enero de este año: “Cosentino comparado con ciertos candidatos parece Winston Churchill”. Hay que explicar que ese Cosentino es el honorable Nicola Cosentino, político al servicio de la familia Casalesi. La afirmación no es mía, sino de los testigos protegidos que se han atrevido a declarar contra él.

¿Cómo olvidar a esta gente tan asombrosa y capacitada? ¿Cómo no ver en Grillo a la única persona que parece dispuesta a detener el virus y reiniciar el sistema?

Basta con observar cómo todos los grandes medios italianos retratan a Grillo para comprender que él no pertenece a la casta, que es el insecto que se ha colado en el banquete de los señores.

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