Ninguna debilidad tan equilibrada, ciega y permanente como el egoísmo, ese egoísmo sanguíneo, incapaz de abandonarse a sí mismo sin la ayuda del alcohol. Un egoísmo primitivo, tan saludable en su ferocidad, en su demencia, que no es posible huir de él, agarrarse a nadie en la caída que no sea uno mismo.
Esa soledad provoca cada uno de los horrores que conocemos, y a la vez, inexplicablemente, cada una de las maravillas.
El otro queda siempre muy lejos, gravitando en una órbita remota. Está frente a nosotros, nos habla y creemos entender, pero en el hermético recinto del que escucha ese otro es imposible, y su realidad resbala por el impermeable de nuestro egoísmo como la lluvia. Nada queda en nosotros, excepto unas gotas que se colaron por el cuello del impermeable, el repiqueteo de la lluvia en el plástico, unos segundos de frío.
La ciudad entera es un escenario extraño, una compostura que no aceptamos, una tela de araña de calles por la que caminamos temiendo ser devorados en cualquier instante.
De esa debilidad esencial derivan todas las debilidades nuestras, debilidades que se presentan bajo las formas de la violencia, la soberbia, la intimidación, la depresión o la desconfianza, todas ellas golosas, palpables, nutritivas. Casi no hay impulso humano que no sea una debilidad íntima, una carencia disfrazada, un miedo vuelto del revés, donde solo brilla la más estricta torpeza.
La debilidad del hablador, que en el silencio escucha una voz insoportable, acaso su propia voz que le reclama, alguien que si calla es como si se lanzara al vacío.
La debilidad del fuerte que necesita pelea, demostrar lo innecesario, destruir lo que ya está destruido. Es la debilidad extrema, sedienta, adicta, que necesita ganar una y otra vez hasta morir ella misma.
La depresión, aquella melancolía de la que hablaba Robert Burton, cuando hasta dentro del humor hay una tristeza y en cada triunfo solo se ve un fracaso. El depresivo es el atormentador de sí mismo, enemigo de todos, despreciador del mundo que se incluye en el desprecio; alguien que nos odia sin límite, como nos odió Swift, y que a la vez comprende que él es uno más, es un igual, cerdo, helminto y buitre, alcornoque, mala hierba, filoxera, uno más al que odiar.
La debilidad del vanidoso, ese papagayo nuestro de cada día, que vive hundido, oscuro, atemorizado, pero sale a la luz disfrazado, alto en su propia mentira, esa mentira que le permite vivir, que le engaña y le convence de lo imposible. Publicar es una vanidad indiscutible, y esa vergüenza hay que arrastrarla como un cadáver, hay que echársela al hombro y escribir con ella.
Solo como lector agradezco la debilidad vanidosa de los escritores, porque en esa debilidad encontré un placer. La belleza es por sí sola el remedio, aunque nada remedie. Es la morfina, que nada cura, pero que nos evita el dolor.
Debo estar agradecido a las debilidades ajenas, porque con ellas han crecido las mías hasta alcanzar su fracaso natural, su agusanada humanidad. Le agradezco a Sócrates el ejemplo y la perversión, acaso hoy insoportable, de querer establecer una moral que dignifique a quien la defiende, aunque esa defensa te hunda, aunque en ella no haya conveniencia, aunque esa moral solo diga: estás equivocado, eres estúpido y risible. Era la debilidad de Sócrates, a la vez su única fuerza y su evidente manía, su abandono y su adicción.
Mi locura más recurrente es la moral, acaso porque soy tan amoral que necesito corregirme a cada instante, como el ex alcohólico que no puede acercarse a un vaso de ron sin que un dispositivo de seguridad, de terror físico, se adueñe de él.
Desde el café veo pasar una debilidad tras otra, la apresurada debilidad de cada día, esa fuerza en la caída, esa fe que se trastabilla y sigue, esa ideología bien abrigada, esa esperanza que aún no ha dudado, esa certeza que se miente, esa conversación donde no es posible decir nada, solo compartir los sonidos, entrelazar huecos, temer y despreciar en silencio.
Cada día es el día de los débiles, un día que se repite sin descanso desde hace milenios.
Acaso solo me divierte hoy ver a esa gente como me veo a mí, con la misma distorsión y el mismo afecto. A la vez los odio y los amo, me repugnan y me atraen. Esa debe ser una de mis debilidades, esa contradictoria ceguera.
Fotos: Gianluca Napoli