Si ves a Charles Simic subir a la torre de telecomunicaciones, huye. Es un francotirador cuyas balas se fabrican en
el suburbio del humor trágico, de la metáfora dentada, de la ironía en forma de espejo colectivo. Los apuntes de El monstruo ama su laberinto se nos
presentan como una colección de objetos encontrados en la calle, una
acumulación de minucias, desórdenes y patologías que nos llevan
sin error hacia las obsesiones de su autor, y luego, a través de él, hacia
la dudosa realidad. Esos objetos contienen no tanto
la personalidad del coleccionista como la fotografía de un tiempo: la biografía como medio para repensar una sociedad, las costuras mal curadas de nuestro pensamiento, las navajas de la idea que se justifican al clavarse en el estómago del lector, los aforismos que
aspiran a la certeza por el camino embarrado de la intuición, los
faros de coches que atraviesan la niebla de un prejuicio, calles
abarrotadas al mediodía, justo cuando una angustia nos crece por la
garganta y se duplica en los ventanales de las cafeterías y las
oficinas bancarias.
Simic abre un paisaje alucinado y a la vez cotidiano, la fábula dentro de la fábula de cada día, justo cuando creíamos tener un destino.
Eso es lo que puedes encontrar en estos cuadernos de apuntes premeditados y golosos, convencidos de que la
imagen es la autopista más exacta hacia el pensamiento, libres del
dogma y tranquilos en la conjetura, como quien pasea una media
sonrisa y una pregunta múltiple, sin caer nunca en la carcajada o el
patetismo.
Pocos como él han sabido esquivar los lugares comunes que minan cualquier afirmación, esos gusanos invisibles del lenguaje que terminarán por devorarnos en cuanto nos confiemos un poco.
Es cierto, somos escritores de necrológicas que están de vacaciones, traficantes de símbolos, ridículos espías de nuestra propia conciencia. Al menos en sus páginas encontramos a alguien que sabe reírse de nuestra infecciosa seriedad.