Hay una vida que corre subterránea por la ciudad, que se desliza por las calles y puebla nuestras casas, que invade el pensamiento y eriza nuestros días, una vida dudosa que la literatura transforma en algo cierto. Para que sea posible esa vida es necesaria una literatura de la imaginación, una página que desconfíe de la costumbre y de la apariencia, una escritura que permita la convivencia de lo fantástico y lo real. En ese espacio mágico se establecen los cuentos de Felisberto Hernández, alguien que sabía reírse de sus propias invenciones y personajes, del mundo y de sí mismo, que depositaba en la perspectiva y en el juego la suerte de sus historias, alguien que no cierra el mundo cuando escribe, sino que lo multiplica y desborda.
En sus cuentos la frontera entre lo real y lo ficticio se ha disuelto, y los personajes, los animales y los objetos forman parte de una sola naturaleza. Si algo identifica esta escritura es la insistencia en la personificación, como si no hubiera puerta, cigarrillo, frasco o bufanda que no pueda ser a la vez gaviota, amante, amigo o hermana. Nada está libre de esa mutación en estos cuentos, nadie a salvo de ese juego. Las sinestesias se reproducen y colonizan una prosa que nunca cede del todo a lo real, que nunca se abandona por completo a lo fantástico, como si habitara un espacio líquido donde es posible cualquier forma o ley.
Cada escena y cada ámbito, por cotidiano que parezca, se llena aquí de metáforas y pasadizos, como si la vida de los objetos y de las personas se hubieran encontrado en un lugar nuevo, allí donde nada es lo que era antes de que existiera ese cuento. Acaso sea esta una de las aspiraciones de toda literatura: contar no lo tangible, sino lo psicológico, la percepción más que el acuerdo público sobre lo percibido.
Antes que prometer un argumento, estos cuentos vivifican lo que parecía inánime, y nos conceden un ámbito mental, unos personajes insólitos, empujados por deseos no menos absurdos que los nuestros, cuentos que nos permiten acceder a una lógica donde la razón se ha desvanecido, donde el asombro, la angustia o el juego prevalecen. Por eso no es difícil encontrar en este libro a una mujer casada con un balcón y luego viuda, por eso a nadie extraña que el narrador crea ser un caballo y que de alguna forma lo sea, y que tenga dueño y sea maltratado y deba aprender a huir, un caballo que fue hombre y bebe en los ríos y en las charcas, y pasta donde puede y le dejan, un caballo desorientado que será acogido por una profesora que se le parece. Por eso comprendemos a ese tipo enamorado de una mujer a la que nunca ha visto y de la que no sabe el nombre, una mujer a la que solo ha escuchado, o como dice el narrador, a la que solo puede tocar con el oído.
El tiempo se ha vuelto flexible en las historias de Felisberto Hernández: a veces los días se contraen en una conversación menor, luego unos pocos segundos se dilantan y parecen años. ¿Acaso no es eso lo que sentimos cada día, esa sensación de que el tiempo es algo emocional, algo que no concuerda con la medida regular y mecánica, con el paso militar de los relojes?
Al
leer a Felisberto Hernández he pensado que Gombrowicz debió heredar
de él su mirada hacia lo minúsculo y arriscado, su fusión de
sátira y emoción, su tendencia a la parodia. También sé que a
ninguno puede sorprenderle ahora que Carlos Fuentes o Julio Cortázar lo leyeran con admiración.
Nadie es el mismo después de leer a Felisberto Hernández, después de comprender a ese joven que aceptaría la amistad de un árbol, de entrever la vida autónoma de la manos que se atarean en infinitos trabajos sin sentido, de conocer al hombre que cuidaba a su enfermedad como a su propia vida, después de comprender que ese piano negro parece un sarcófago, de la enloquecida conciencia que tiene de cada minúsculo gesto el pianista, de la música que desciende y atraviesa las nubes de humo de un café, como si los músicos fueran empleados celestes. No, no es posible observar el mundo con los mismos ojos después de leer estos cuentos.