Malformaciones


Si fuera una casa estaría precintada, vacía y lista para ser demolida. Pero tengo cabeza, o parece que la tengo, y me perdonan. Del cuerpo no hablo porque no tiene remedio. A las malformaciones de mi carácter, en cambio, estoy agradecido: la sabrosa lujuria, las domésticas perversiones del juego, la toxicomanía lectora, la lengua zumbona que no sabe quedar bien con los amigos y las infinitas torpezas.

¿Quejas? Ninguna, solo agradecimientos al azar, ese sabio malvado que no se cansa de recordarnos nuestra insignificante estatura, que va dejando sus humorísticas lecciones por escaparates y mostradores, en el circo de las tribunas y en las homilías gubernamentales.

El azar, ese amigo que nos deforma para nuestro bien, que nos muestra lo que somos, no lo que querríamos ser. 

Gracias a esas malformaciones puede uno leer cosas como Vigilar y castigar. Foucault es un bárbaro, no hay duda, un enemigo, por eso analiza nuestra civilizada justicia, nuestros pacíficos medios correctivos.

En su libro nos propone un muestrario histórico de suplicios, cepos, sillas eléctricas, horcas, grilletes, inyecciones letales y garrotes. Una fiesta. El civilizado hombre occidental ha practicado todas las formas del tormento en nombre de la justicia y del alentador ejemplo, y se lo ha pasado en grande. 

Durante siglos apreciamos el suplicio público: lanzábamos las tripas del reo al fuego y luego lo decapitábamos con una Biblia entre las manos. Hasta que llegó el siglo XVIII los legisladores no se aburrieron del espectáculo y se decidieron a cambiar. Consideraron entonces más civilizadas las trampillas, las víctimas con velos negros o capuchas, los rápidos fusilamientos, la caída silenciosa en un sótano, siempre en presencia del capellán.

Fue el tiempo de la guillotina, esa felicidad instantánea, con su amplia cuchilla que servía de espejo en los mejores tocadores revolucionarios.

Debemos ser benignos, se decían, humanitarios. No torturemos el cuerpo, sino el alma. Así nacen los trabajos forzosos, los campos de concentración, todas las formas de la prisión. Y con ellos llegan los educadores que deben mostrarnos el buen camino.



El juez sentencia, pero no castiga. Las coerciones son un trabajo burocrático, una extremidad punitiva. Hoy el verdugo es un funcionario con traje y corbata. Un hombre bueno que debe hacer el trabajo sucio.

Nadie ignora que el juez es el único hombre que tiene legitimidad para asesinar en tiempo de paz. Asesina en nombre de la ley, pero se le exime de mancharse las manos, de apretar el último botón, de disparar el fusil. 

Foucault no lo dice en el libro, aunque resuene entrelíneas, pero yo vengo malformado y no me duele: los jueces deberían, antes de ejercer su oficio, pasar unos meses de prácticas en alguna prisión. Una cómoda beca. Ese conocimiento les sería tan útil a la hora de impartir justicia como una minuciosa lectura de los fallos del Tribunal Supremo.

La tercera parte del libro gira hacia la disciplina, especialmente la disciplina corporal. El cuerpo como objeto a modelar, barro en manos de un legislador que necesita docilidad y orden para construir su nueva sociedad. 

Los reglamentos de algunos colegios determinaban con demente exactitud la adecuada posición del cuerpo, la conveniencia de un gesto o la incorrección de una postura ante el pupitre.


La historia, con los servicios de Foucault, sigue mostrándose como un espejo deformante y cruel.


Algunos dan excusas, se visten rápido y huyen. No quieren presentarse ante ese espejo. Temen reconocerse.

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