Nada me resulta más nauseabundo en un libro que la vanidad de una respuesta. Es como si el escritor adoptara una ridícula pose pedagógica, esa necesidad de conceder una verdad que nadie le ha reclamado, que nunca le perteneció, porque la literatura es la tierra de los perros salvajes, los esquineros y los márgenes, es la casa de quien ha perdido la cabeza y por eso conversa con los muertos y las piedras, es tierra de derviches giróvagos, de actores y clerici vagantes, hijos de Antístenes, tierra de desplazados y enfermos. Si en verdad algo nos pertenece, si hay un lugar donde podríamos fundar nuestra secta, ese lugar debe ser la nada, el centro mismo del vacío, justo allí donde hacemos nuestra fiesta. A quien pertenece a esa secta solo le quedan ebriedades y lentas interrogaciones que arrastramos desde hace milenios.
Sé que al otro lado hay una multitud que no quiere cuestionamientos, que no está dispuesta a pensar un minuto más, que solo quiere principios, grandes emociones como fuegos artificiales, que está sedienta de dogmas, regulaciones y fronteras. Quieren adormecerse en la noche confortable de una fe, saber dónde está el bien y dónde el mal. Necesitan principios inmutables y un orden indiscutido. Quienes sostienen que la literatura ofrece respuestas son los primeros que la traicionan. Solo nos queda aprender a vivir en la pura incertidumbre, desorientados bajo la niebla en una ciudad desconocida, caminando por un suelo inestable.
Si escribimos es para hacer una fiesta en el vacío. Quizá podemos elegir una caída, una debilidad, una grieta donde pasar la noche. Quizá podemos escoger una teoría del error de la caja de las teorías desquiciadas, pero de nada servirá. La literatura es una pregunta. El resto es un sistema de engaños.