La inercia es la enfermedad esencial en nuestro tiempo. Esa inercia produce la necrosis de la esperanza, que es la última grieta por la que se cuela el deseo de cambio. Sin ella solo queda la pesadez del sueño incumplido y el repetido estribillo de una canción alegre y hueca.
La inercia se apacigua en las calles y adormece el pensamiento, porque nadie confía en sí mismo y nadie cree que el mundo pueda ser diferente, como afirmaba Leonardo Sciascia cuando hablaba de su tierra, de Sicilia.
La verdad se queda en las cunetas junto a los desperdicios, entre papeles ilegibles que acumula el viento, eslóganes descartados y los proyectos que devoró la herrumbre. La verdad, entendida como búsqueda, se ha transformado en una parte más de los residuos del mundo. Quienes defienden ese camino no tienen poder o apenas tienen voz.
La inercia es la consumación de la apatía, la ausencia de voluntad, la confirmación de una sedación colectiva. La inercia acepta la propia miseria y la naturalización del crimen, porque los entiende como algo inevitable, como un fatum a la manera en que lo definía Cicerón, es decir, un suceso que es resultado de otro y cuya alteración es imposible. Los hijos de la inercia se conforman con ser vagamente estoicos (ese sistema de engaños íntimos), y creen que esa elección les dignifica.
La sociedad segrega hoy su propia anestesia y la consume al instante, embobada y feliz. Segrega sus noticias y revelaciones, sus falsas novedades (tan antiguas como la venganza o el timo), y así cree acelerar hacia el futuro, ese espejismo. Esa anestesia está iluminada por la idea del espectáculo, de lo real como un gran show que nunca termina (un show que incluye disparates, engaños y masacres), como si la música del circo sonara día y noche y nadie quisiera detenerla, mientras todos aplauden y el ruido aplasta, al menos durante unas horas, nuestro vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario