Recibo hoy la noticia de la muerte de Xuan Bello y al instante regresan las pocas veces en que coincidimos: a principios de este siglo en Oviedo, en la tertulia de García Martín, y diez años después en Roma, donde vino a recitar. Lo primero que me pidió cuando entró en la vieja Academia, quizá lo único, fue que lo dejara un segundo solo en mi habitación, que había sido la suya años atrás. Esas habitaciones están llenas de fantasmas, leyendas y sombras. Esas habitaciones no se acaban nunca. Había una memoria veteada de juventud y de sol, también de melancolía, en sus recuerdos romanos. Una tarde nos quedamos solos y acabamos en el Trastevere, junto al río humano de la Lungaretta, y compartimos un vino y hablamos algunas horas sobre esta demencia nuestra de la escritura. Me dijo que escribir es cavar, que no es posible sin hacerse daño. No nos volvimos a ver, y ahora aquella tarde parece aún más irreal.
Vuelven en esta noche insular sus historias de Paniceiros y sus retratos cotidianos, los seres a los que salvó con sus palabras, justo allí donde él sabía encontrar un resquicio para la poesía, una forma de elevarse sin abandonar nunca la tierra. Vuelven sus poemas, donde está su voz, tierna y entera. “No olvides / las manos de tu padre. / Como viñas / al sol recién plantadas”, escribió en el poema “Las manos”. Tampoco nosotros podremos olvidar las manos que escribieron estos versos, que dejaron sobre el mundo esa luz que nos pertenece a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario