Dos notas de un espectro


 Foto: Mariusz Szymaszek

   

Entre el bullicio y la enfermedad crecemos, dispuestos a engañarnos un día más. ¿Dignidad, salario, indemnizaciones? Cómo le gusta a la gente ilusionarse. ¿Una vivienda digna, sanidad gratuita, educación universal, protecciones sociales, democracia? ¿Cómo se atreve usted a pedir eso? 


No hemos comprendido nuestra labor. Somos el servicio, pero no aceptamos la casta en que nacimos. 



Si somos útiles y se nos perdona la vida es para que otros seres humanos puedan vivir encaramados sobre nuestras espaldas.





Recuerdo hoy la Pietà de Buonarroti que me miró una tarde romana, porque a veces uno siente que es la obra la que nos elige entre la multitud. Esta concedía su belleza en lejanía, protegida, mientras un enrojecido vigilante vaticano me apresuraba. 

Como escribió Pasolini, todos sentimos una ausencia de fe, la pérdida de algo que nos levante cada mañana del ataúd del vacío. La religión no puede hoy entregarnos esa fe. Buscamos entonces nepentes para sobrevivir: la vocación, la locura, el dinero, la violencia o el abandono sirven para distraer esa ausencia. 

La Pietà de Buonarroti parece flotar, pero no de esa forma ridícula en que flota la de Perugino. Son dos cuerpos ingrávidos, al fin desposeídos de todo encargo o misión.
Si viera al Ungido y a la Virgen vería muy poco, pero veo a una madre y a su hijo, y sé que sus nombres son cualquier nombre. 

Ella sostiene al hijo muerto, y con él debería absolvernos a todos, pero nosotros que caemos sin evangelio y sin dios, a los que no se les concede una cruz o un mito, sentimos que los pliegues de ese mármol son los que nos absuelven, que ellos son el único milagro. 

Me gusta creer que las manos de esa madre nos amparan, que ella nos comprende y perdona, que a ella no le importa si somos incrédulos, borrachos, cobardes o ladrones, que su regazo es la tierra y pronto nos acogerá



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