Distancia de seguridad



Todas las cosas vistas de cerca tienden sin remedio a la fealdad. Digamos una ciudad: Santa Cruz. Ciudad malencarada, administrativa y disforme. Digamos esta cafetería: ocupada por el sonsonete vitriólico de una máquina tragaperras y dos parroquianos mudos, oscuros, acodados sobre la barra mientras observan narcotizados la televisión. En las mesas de aluminio, mil veces aliviadas con un paño casi verde, una luz gelatinosa se abre paso.

Si fueran observadas con la adecuada distancia, la ciudad y la cafetería ganarían mucho. Por ejemplo: observadas a dos mil kilómetros de distancia podrían alcanzar ambas el calificativo de espléndidas. Pero así, de cerca, en intimidad con las cosas, hasta la galleta que muerdo es una cosa insípida en comparación con nuestro ideal de galleta. 

Una prudente distancia ayuda a la observación de espejismos. Quizá nos convenga, para un mejor engaño y una mayor persistencia, una distancia de seguridad, una prudente lejanía. 

Por eso basta con escuchar a alguien que idealiza para saber la distancia a la que se encuentra del objeto idealizado.
 


Imagen: Gianni Berengo Gardin

No más



¿No te agota el pensador equilibrado, el articulista bondadoso, el amigo con buenos sentimientos, el líder con abnegadas soluciones, el escritor que se acerca siempre con las mejores intenciones? No, no más. Detesta con razón, que no te embauquen los lugares comunes que quieren llevarte a casa de nuevo. No cedas. No más.

Si ves algo sólido, descree. Si te dicen que es verdad, muérete de risa. Si te advierten que es invisible, es que lo tienes a dos palmos de tu cara. Si te llega fundamentado y cierto, empieza a dudar. Si quiere lo mejor para ti, huye.

La literatura no está ausente de esa retórica de la bondad universal, esa palabrería bienintencionada que nos lleva entre canciones y arrumacos hasta una habitación con disfraces donde un sabio nos dice que bailemos. Pero quien escribe, aunque se niegue, aunque lo sea por defecto, es un testigo de cargo, y su obligación es conjeturar una verdad, insinuar un mundo que, envuelto en su propia radiografía, en un millón de precisos escáneres, se nos ha vuelto invisible. 

Hay que salir del escenario, alejarse todo lo posible, tomar una callejuela y ver si allí, donde no hay beneficio ni derrota, la vida nos deja una puerta entreabierta.

Cada página arrastra entonces, por mucho que se vuelva hacia el sol, una larga sombra. Yuri Andrujovich lo dice en uno de sus ensayos: “en esta parte del mundo hay demasiadas ruinas, demasiados cadáveres bajo los pies. No me puedo liberar de su influjo.” Él habla de Ucrania, pero esa parte del mundo es todo el mundo. También tu ciudad, también tu casa.

Detesto a los empresarios de sus ideas, como los llamó Cioran, a los profesionales de su estética, a los adictos a una fe que no admite interrogaciones. Prefiero al empresario de demoliciones, ese calificativo que se dedicaba a sí mismo Léon Bloy. 

Cioran prefería ese vértigo. 

Si hay algo que necesita una sociedad son escritores que no le den la razón. Refútame, llévame la contraria, niégalo todo. Ese debería nuestro lema.




¿Qué personajes necesitas? Yo necesito a los que cometieron un error, necesito al que se reconoce equivocado, al cobarde, al criminal. Seres débiles, infames, detestables, es decir, seres como nosotros. No cercanos, no solo visibles a nuestro alrededor, sino insoportablemente uno mismo. Si hay una voz humana esa es la voz de Macbeth, es el delirio de Calígula en palabras de Camus, es la ausencia de razones en los asesinos de Holcomb, a los que dio voz Truman Capote en A sangre fría, es el Edipo de Sófocles o el Egisto que recrea en un poema Martínez Mesanza:

Aquel que no merece luz ni casa,
que antes de haber nacido ya ha pecado.
Aquel que miente y sobrevive en vela,
que ama a la esposa del mejor guerrero.
El triste. Aquel que no es feliz ni hermoso.
Aquel que usurpa, Egisto, aquel, la sombra. 

Pero también los desheredados que levantó Pasolini, erizados, perezosos y suburbiales, recogiendo las migas de una vida no escogida; los muertos vivientes que retrata en cada libro Stasiuk, seres cuya única alegría es el olvido, la nieve y el alcohol, que viven como quien arrastra su propio cadáver hasta el bar; la maldad estatalizada que satiriza Mrozek; o los pobres, mudos e indolentes, que cruzan los poemas de Walcott, hijos de hijos de esclavos que hablan el idioma de sus amos, esos cuyo nombre es mangle, canoa, espuma, carguero, nombres que son paisaje, tan lejos del mundo, tan viejos y morenos, que cuando entran en el agua, una tarde cualquiera, parecen los únicos seres humanos que merecen una página. Acaso en ellos esté la voz que nos permita reconocernos.


 Fotos: Gianni Berengo Gardin y Stephan Vanfleteren

El diario de Kaspar Hauser




Detrás de las cosas está la verdad, le enseñan a Kaspar. Pero su forma de percibir la realidad no se acomoda a la de su profesor y responde: “Dietro la verità, le cose.” Es decir: “Detrás de la verdad, las cosas.” Su respuesta es el último verso del primer poema de Il diario di Kaspar Hauser (L’Obliquo, 2003). El autor del libro es Paolo Febbraro, y no hay en él una sola página que no haya sido premeditada por el talento. 

Como Alberto Caeiro para Pessoa, Kaspar Hauser es para Febbraro la etimología de un ser humano, su vuelta al origen, su necesidad de esquivar a la filosofía occidental y plantarse frente a una manzana, un cubo, un verbo o una civilización con la insolencia de un niño. 

A Kaspar le conviene la interrogación impertinente como a Caeiro le convenía la paradoja. No pensar para ver, exigía Caeiro, que así entraba en cada verso en una amplia contradicción al pensar en no pensar. Paolo Febbraro tampoco teme a las contradicciones. Sabe que la poesía se alimenta de ellas, que solo con ese juego es posible tramar una voz verosímil que haga historia nueva con madera antigua.

El Kaspar Hauser de Paolo Febbraro es el idiota, el ingenuo, el loco, y nadie ignora que esa es una de las definiciones más populares y generosas de poeta. Es el idiota que no quiere matar a nadie, el ingenuo que es feliz con casi nada, el loco que ignora cualquier forma de fanatismo.

“El único misterio es que haya alguien que piense en el misterio”, aseguraba Caeiro. A Kaspar Hauser le sucede lo mismo, y los misterios de la religión le resultan tan disparatados que no entiende que alguien quiera enseñarle semejante materia. ¿Un Dios que ha inventado el mundo de la nada? ¿Con qué materiales se hace algo de la nada? ¿Y quién, antes de Dios, inventó a Dios de la nada?

El río se mueve continuamente, le enseñan a Kaspar. Sí, pero si el movimiento es perpetuo, su rumor es inmóvil, añade él. 


Paolo Febbraro trama estos poemas como quien juega con la filosofía occidental, observando de soslayo a los grandes nombres, con media sonrisa siempre, como quien ha decidido transformar cada crítica en un diálogo irónico sin abandonar nunca la poesía. 

Los nombres, los lugares, las tradiciones, las religiones o la pedagogía, todo sirve y de todo se ríe seriamente Kaspar Hauser, y su sonrisa de loco dice más de nosotros que varias toneladas de literatura académica. 

La ciudad existe cuando el campo queda rodeado. Las habitaciones quieren tener sus propios pensamientos, y el viento es quien las hace escribir. Los objetos nos hablan y en ese diálogo, tan demente, hay una enseñanza. La escritura nos habla como ese hombre que habla, pero en la escritura hay un río subterráneo. Se equivoca Kaspar Hauser en este diario, y en cada uno de sus errores hay un salvavidas. 


“Apri la finestra, Kaspar.” 
“No, Franz. Voglio rimanere.” 


Que viene a ser: 


“Abre la ventana, Kaspar.” 
“No, Franz. Quiero quedarme.” 


Hay que quedarse, hay que pasar de largo ante las ventanas abiertas. 

La inocencia es imposible para el poeta de hoy, defiende Paolo Febbraro, por eso invita a la poesía a la casa de la ficción. Una casa de mala vida, llena de gentuza, de contradicciones, de humor. La gente honrada y la gente que sabe no va nunca por allí. En esa casa habita también la realidad, pero es una realidad que evita el centro del escenario, que no se conforma con las noticias y las contranoticias, que toma callejuelas imprevistas, que intuye que el insecto, el hombre y la silla comparten una misma naturaleza. Ya digo, son tarados, perdidos, adictos. Allí, tan enfermos están, es posible lo imposible. Y lo imposible es lo que sucede todos los días ante nuestros ojos ciegos, algo que solo puedes ver si eres un loco, un ingenuo, un idiota, un niño, o si te atreves a serlo sobre una página.


Alguien que no sea niebla



Aunque te burle o engañe por un rato, tú vuelves siempre a entregarme esta inercia que se parece tanto al abandono. Ahora crece otra vez por tu espalda aquel traje metálico, cota de mallas tensada con que te defiendes de ti mismo. Hay demasiados fantasmas a tu alrededor. ¿No los ves? 

Al otro lado debe haber alguien que no sea niebla. Si extiendes la mano y tanteas a ciegas, tal vez puedas sentir el aluminio húmedo de una barandilla, el rugoso mapa del asfalto bajo la lluvia, la resistencia del cristal. No aspires a nada más. El aluminio, el asfalto y el cristal son tus iguales. 

Pronto vendrá el convencimiento, y arqueado sobre un café, sin otra amistad con el mundo que una lejanía, no quedará en tus manos ni una sola palabra con que entorpecer al silencio.



Imagen: Mehrdad Naraghi

Notas para un diccionario personal




CRISIS.

1. Estado de perfección del capitalismo. 

2. Refinado sistema que utilizan los pobres para abandonar su estado de necesidad y trepar hasta las opulencias del mendigo. 

3. Estado civil del hambre. 


BANCO.

Lugar donde la suerte de arruinarse a la intemperie no exime de la posibilidad de enterrarse bajo una hipoteca.


GOBIERNO.

1. Firme garante de la imposibilidad de todo desarrollo. 

2. Propensión de la inteligencia a su autodestrucción a través de una secuencia de contradicciones ofrecidas en rueda de prensa. 

3. Masturbación política. 

4. Proveedor mayoritario de los sepultureros. 



TURBULENCIA ECONÓMICA. 

Pánico de los socios en una tarde de lluvia en el club. El pánico se vuelve epidemia en los medios de comunicación. La epidemia produce una reforma legislativa, según la cual los pobres deben abonar varios miles de millones de euros para romper esa cadena de atrocidades y devolver la tranquilidad, el sol y la justicia a los socios del club.


MUERTE. 

1. Estado de gracia que permite al hipotecado saldar su deuda gracias a la connivencia de un seguro.

2. Estado resultante de aumentar los impuestos, acelerar la productividad y disminuir los sueldos de forma simultánea.

3. En algunos países: condecoración entregada a ciertos individuos por instigar a sus conciudadanos a cometer actos en favor de la libertad.




Foto: Andreas Gursky

Dos apuntes sobre nacionalismo


Sentirse orgulloso de ser español, catalán, tejano o canario es como jactarse de tener bazo, esófago o vesícula biliar. No parece posible que nadie haga exhibición de semejantes atributos. Ser de cualquier sitio es siempre una desdicha. 

Sería mejor enorgullecerse de haber aprobado un examen o de haber ganado una partida de ajedrez, por poner dos ejemplos minúsculos. Pero se ve que el orgullo es propenso a las patologías, y así la gente convierte un accidente (nacer en Manganeses de la Lampreana, en Edimburgo, en Chaguanas o en Yakarta) en un asunto trascendental. 

Cuánto orgullo sienten por tener hígados, clavículas o páncreas, y qué placer el suyo convirtiendo el asunto en una ideología, una profesión o una fe. 

*
Aún quedan seres humanos que se preguntan si, al atravesar cualquier frontera, dejarán de ser humanos y se convertirán al instante en cangrejos, simios iletrados o protozoos unicelulares.

Este temor proviene de la exaltación de los valores nacionales que cada territorio propone, valores que suelen aplicarse a cada individuo que se envuelva en la bandera respectiva. Observada esa glorificación de sus capacidades, esa multiplicación de su inteligencia y esa sacralización de su historia, el diminuto extranjero, al atravesar la frontera, se convierte en poco más que una larva.

No es extraño que algunos afirmen que alimentarse de él o pegarle un tiro no debe ser delito.


En el mundo de Carrick





En el relato “Exilio”, del escritor americano Edmond Hamilton, un grupo de escritores de literatura fantástica hablan de la posibilidad de crear un universo paralelo, un mundo imposible. No es nada nuevo, solo su trabajo. Entre ellos se encuentra Carrick, que les recuerda lo que ya saben: que ha fundado un universo nuevo para sus novelas. Luego añade: no solo he inventado ese universo, también me he visto obligado a vivir en él.

Esa confesión atosiga a sus amigos. ¿Vivir en tu mundo imaginario, salir a la calle y descubrir sus limitaciones, ser uno más entre los fantasmas de tu imaginación? 

El whisky escocés no les impide discutir algunos detalles de ese mundo. El mundo de Carrick es un planeta con seres a medio civilizar, que se debaten entre la barbarie y las supersticiones. Un mundo que permite la vida, pero que también la amenaza sin descanso. 

Era un mundo adecuado para mi narración, asegura Carrick, y solo faltaba un detalle: su creador. Decide entonces incluirse en ese nuevo mundo, habitar esa realidad de la ficción. Luego se durmió extenuado. 

Al despertar se encontró en ese otro mundo, hijo de hijos que habitaron ese mundo, familiarizado con cada detalle. Solo una cosa le distinguía de sus semejantes: tenía la creencia de haberlos inventado a todos. Nunca se atrevió a decir nada. Temía que lo tomaran por un loco.

Un día, cansado de ese otro mundo, Carrick siente la necesidad de regresar. Pronto descubre que el regreso no es posible. El billete solo era de ida. Atrapado en ese otro mundo, Carrick terminó por llevar allí la misma existencia que en el nuestro, y se ganó la vida escribiendo historias.

El relato de Edmond Hamilton no acaba, solo se detiene. Un amigo le pregunta a Carrick cuándo volvió a nuestro mundo. Él no se alarma y responde: “Nunca regresé”.

Todos estamos atrapados en el contrahecho mundo de Carrick, dando vueltas en un tiovivo mal alquitranado, arrastrados por una novela cuyo absurdo se renueva, sobreviviendo entre el espanto y el humor desesperado.  

No me preocupan las torpezas del autor o su desdichado argumento, solo me inquieta la repetida incapacidad de los personajes para contradecir a su creador y dignificar  ese invento.



Foto: Gilbert Garcin