El astillero




Como la descripción de un hundimiento va descubriendo Onetti al protagonista de esta novela, el escamoso, opaco, disimulado Larsen, y una procesión de adjetivos salen a la calle de la página para ennegrecer su estrategia y pintar la ciudad esclerótica de Santa María, el negocio sin futuro, los otros personajes que deambulan como matihuelos empujados por el viento, tranquilos en su inercia.
Onetti no engaña a su lector desde la primera página: el ritmo de su prosa será obeso, lleno de matices de coleccionista y cargado de insistencias, como si arrastrara en cada párrafo la necesidad de ser definitivo e inapelable. Un párrafo, dos o media docena soportan esa naturaleza, pero no cada página de una novela. No sin cierta voluntad de exceso. Esa es su grandeza y su manía.
            Para quienes vemos el mundo con la misma luz borracha que nos presenta Onetti, su desmesura es también una forma de la coherencia. Sus descripciones nos envuelven como una cosa física y nos llevan hasta la realidad por un pasillo que es siempre reflexivo. La prisa no cabe aquí. Su idioma es pleno pero no enjoyado, turbia la mirada y algo ronca la voz, volcado en cada oración hacia la intuición psicológica, las dobleces y fugas del pensamiento.
            Su mundo es el nuestro aún, y aunque El astillero sea un regalo del año 1961, la literatura que necesitamos es siempre ahora y sin descanso. Esa postura no es indescifrable: el carácter fatigoso y endeble del protagonista, sus temores y vaivenes, su trabajo sin vocación y su desasosiego, todavía nos pertenecen, y acaso no hay lector que no pueda ser Larsen y reflejarse en el espejo sucio donde nos pide Onetti que nos miremos.

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