La desesperanza conlleva su propio castigo, mientras que la esperanza es imperdonable.
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Toda escritura es una degeneración de ciertos modelos a su vez degenerados, pero en su degeneración natural la escritura puede reinventarse, puede ser otra, alberga la posibilidad de una metamorfosis, de la misma forma que a veces la caída semeja un vuelo.
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Un conocido me habla en un café de su deseo de volver a escribir, de retomar su antiguo proyecto de novela, y le animo y prometo que leeré sus textos sin falta, y aunque sé bien que un escritor no es quien se propone serlo, sino quien no puede dejar de serlo, no se lo digo. Solo guardo silencio y sonrío. En sus ojos veo que no está enfermo: solo sueña. Cree que escribir es algo que hacemos a veces, por épocas, como quien cambia de abrigo o de psicólogo. Me temo que escribir es aprender a caer, es algo que haces por pura demencia, por adicción, cuando te desprecian los otros y tú mismo, con la alegría propia del que no sabe hacer nada más que eso, con toda esa vergüenza temblando en las manos.
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El odio al diferente no es más que una forma de la comodidad. Nos decimos a nosotros mismos que somos únicos y originales, y con esa falsificación nos inventamos un rostro ilusorio. Qué confortable es la mentira, qué cálida. En verdad somos fotocopias, y quizá por eso nada nos repugna tanto como un semejante.
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Conozco a un hombre a quien le encanta trepar por el árbol genealógico de su familia hasta descubrir que tiene motivos para estar orgulloso de sus antepasados: en su estirpe, como en todas, abunda la infamia. Siempre hace el mismo descubrimiento y con la misma felicidad. Le agrada convencerse de que la maldad es un rasgo de la inteligencia. Su alegría es como el prólogo del terror.
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