Enterramientos editoriales, placebos y perros callejeros

 


El libro en nuestro país tiene una propensión natural al enterramiento, porque no hay institución que no tenga su colección de libros encerrada en un almacén, bien embalsamada en cajas polvorientas, porque como todos sabemos la literatura no necesita lectores, sino indiferencia y sombra. La pasión por editar es tan aguda como el fervor por convertir esos libros en sarcófagos.

No es difícil ver a un escritor recién premiado, casi orgulloso, cómo te mira con melancolía cuando le preguntas dónde se puede comprar su último libro, porque la pregunta misma es un dislate, una forma de la ignorancia, porque los libros, aunque se editen ya no se venden y aunque se vendan no se leen, y por eso nadie aspira a la más endeble de las críticas. Esos libros, si acaso existen, pasan a formar parte de bibliografías dudosas y de bibliotecas que funcionan como santuarios, reductos donde se acumulan nombres de escritores en peligro de extinción.

Las librerías están invadidas por volúmenes donde la literatura misma es un suceso molesto, una condición que desacredita al negocio, pústulas que deben ser extirpadas para no ofender la inteligencia de los lectores. ¿Cómo se atreve un escritor desconocido a publicar una colección de cuentos o un poemario y pensar que encontrará un lector, que merece un lugar en esa librería? ¿No sería mejor, piensa el ejecutivo de la gran editorial, hacerse famoso primero y que su nombre hueco resuene como un tambor en el gran desfile demente de la actualidad? Mañana le publicaremos un libro, nos dicen, y lo escribirá cualquiera o nadie, qué importa, porque el libro es para ellos una mera sustancia edulcorada, el placebo con el que trafican.

Al otro lado, como perros callejeros, desplazados hacia las afueras y los últimos suburbios, aún quedan unos pocos lectores, últimos enfermos de una casta milenaria. Con ellos encenderemos el fuego.

 

Imagen: Zisis Kardianos