Niños



Son unos niños, dice, como si fuera un insulto el serlo más allá de cierta edad, como si lo conveniente fuera no serlo, o aún peor, como si debiéramos limitarnos a ser un adulto, un serio, astuto, hinchado adulto. 

Somos niños porque seguimos jugando, y al jugar evitamos esa decrepitud que algunos solo ven en el cuerpo. No importa el juego, solo jugar, porque al hacerlo alcanzamos a reírnos de nosotros y del mundo, y nada nos distrae de la verdad, que es la risa misma.

En ese reír está la absolución, porque al reír vuelve uno a ser niño y vuelve a confiar en la naturaleza. Eso es todo lo que le pido al día: volver, resistir. 

El insulto es un sofá que venderán pronto en algún rastrillo, pero a este día nuestro lo exprimiremos bien, que no haya nada luego que vender, que solo quede esa nada que no se acaba nunca.

Que sean adultos los solemnes y los huecos, que hagan lo correcto y tengan muchas leyes para ocupar su ocio, yo prefiero esta nada del juego, estas virutas que van dejando las palabras por el suelo, estos vicios que comparto con cualquiera, esta muerte que se ríe conmigo mientras los dos nos vamos a jugar. 


Masa crítica. Una introducción a Francisco Alba




Sospecho que muchos lectores detestarán esta Masa crítica (Vaso Roto, 2013) desde el primer poema, y lo harán por razones de higiene mental, porque hay libros que no están dispuestos a darnos la razón, libros que se ríen de nosotros, que nos manchan y atosigan, y el libro de Francisco Alba es uno de ellos.

En su interior nos esperan los platos fríos de la historia mezclados con recortes de prensa, las pobres victorias de la inteligencia hundidas en la piscina de nuestra locura, nos esperan los alimentos que nadie quiere comer, la voz del fanático y la del dictador, también la voz del abatido y la del rencoroso, acaso también la tuya y la mía.

No cree Francisco Alba que la alegría sea posible, pero se abstiene de fatigarnos con vagas teorías sobre su pesimismo. Prefiere fotografiarnos sin aviso, sacarnos borrosos, descentrados, ridículos. Sabe que la solemnidad no conviene a la poesía, y nunca se permite una seriedad. Es mejor darnos voz sin retocar nuestras palabras, mostrarnos tal y como somos, no como querríamos ser. Basta con eso para que entremos en la sátira.

Francisco Alba se empeñó desde su primer libro en hacer que la historia pesara en sus poemas, que las lecturas se mezclaran con su nihilismo, que lo cotidiano conviviera con los cadáveres ilustres. Este es su tercer libro de poemas, tras Teoría de la culpa (1995) y El contrario (2008), y aunque sea el mejor de los tres, también es el menos accesible y el más arriesgado y espinoso. 


Para un lector que no haya leído antes a Francisco Alba, un poema como “Oración por mi hija” podría entenderse como una glosa de Kaddish por el hijo no nacido de Imre Kertész, pero quien lo ha leído sabe que ese tema es una insistencia, que esas líneas cumplen con una de sus obsesiones: la de un pesimismo que no deja ninguna puerta abierta, siquiera la de un humor catártico. Como sucede cuando leemos a Cioran, estos poemas nos abandonan en una habitación donde es posible la mejor literatura, pero donde el oxígeno escasea. 

Con muy poco hace un poema Alba, le bastan unas palabras situadas fuera de su contexto y los hilos de una metáfora. Esa habilidad es evidente en “Nadie”, un poema que alarga y distrae la espera de una conversación telefónica. Los minutos se vuelven meses, los meses años. Al otro lado solo hay una máquina cuya voz metálica nos exige permanecer a la espera. “En este momento / todos nuestros agentes están muertos.” Llevamos demasiado tiempo esperando, podríamos concluir con Alba, para no estar muertos. 

Hay una fiesta en este libro, pero es una fiesta macabra que lleva varios milenios repitiéndose. No mires a otro lado: es en nosotros, escribió Pasolini, donde el mundo es enemigo del mundo.  



Frente a los nombres con busto y plaza, las secuencias históricas y las teorías de conveniencia, opone Alba un contrapunto ácido, un ejercicio de poesía anticlimática, y nos habla de lo que sucede cada día sobre el asfalto, del estiércol que recorre los periódicos, de la canción que pronto silbará en nuestros huesos.

“Toda nación necesita la tumba de un cadáver anónimo sobre la que dejar flores y baba”, se lee en el poema en prosa “Anónimo”. Alba pone en marcha el gran tiovivo en el que gira una civilización alucinada, un animal que no ha conseguido entenderse con su destino.

Su propósito no es soñar, como lo fue para Hawthorne, tampoco detallar pesadillas, como pretendía Poe, su apuesta se acerca a la ironía seca y descriptiva de Simic, a la minuciosa socarronería de Szymborska y al humor depresivo de Cioran. 

La existencia, vista a través de estos poemas, es como una fiesta en un inmenso tanatorio, un lugar donde la estupidez, la tortura y la belleza bailan cogidas de la mano, donde un forense te exige, ahora que estás muerto, un seguro que cubra la autopsia, una fiesta donde el héroe es un asesino, donde las sonrisas tienen un precio exacto, donde algún día tendrás, si te has portado bien, una droga que alivie tu caída.

Sé que páginas como “Happy Few” o “Indolencia” justifican cualquier libro. Sé que "Utopía en Shtime", trabajo publicado en Contra el ruido (2010), su único libro de ensayos y aforismos, es uno de los mejores ataques al ser humano que he leído. No me inquieta que los lectores no se acerquen a la obra de Francisco Alba, tan distante y amarga. Mañana, cuando algún lector quiera comprender, encontrará en ella una radiografía de nuestro tiempo.



Foto inicial: Douglas Ljunkvist

Grillo: reiniciar ahora





Muy pocos entienden qué demonios está pasando en Italia, qué enfermedad se lleva incubando desde hace décadas, para que a un cómico llamado Beppe Grillo le hayan votado más de ocho millones de personas. Tampoco se entiende bien que el ganador sea un señor, Bersani, que ha perdido más de tres millones de votos, y no existe absolutamente nadie que entienda cómo Berlusconi sigue ahí, sobre el escenario, con su sonrisa tirante, remoreno, barbilla en alto, y no durmiendo en una cárcel.

Para explicar por qué Beppe Grillo es escuchado como una especie de nuevo profeta, aunque sea bajo, feo y gritón, es necesario comprender en qué se ha convertido la democracia por allí. 

Los italianos escuchan a Beppe Grillo porque ya no pueden seguir olvidando que viven entre la inmundicia. ¿Cómo es posible olvidar la demencia que se repite cada día? ¿Cómo evitarla si nos sale al paso cada mañana?

Vamos a intentarlo. Olvidemos.


Olvidemos a un político del cretácico como Berlusconi, un ángel acusado de prostitución infantil, cooperación con asociación mafiosa y abuso de poder, entre otras alegres baladas judiciales. Olvidemos que el año pasado fue condenado a cuatro años de cárcel, aunque eso en Italia es un asunto menor, fácilmente corregible. 

Olvidemos a Umberto Bossi, cuya actividad más reconocida en los últimos años fue roncar desde el escaño durante los debates parlamentarios. Olvidemos sus declaraciones, como aquella en la que sostenía que se debía acabar con los inmigrantes a cañonazos. Olvidemos que Bossi fue condenado por la financiación ilegal de su partido en 1994, el mismo delito por el que tres fiscales le investigaban en 2012, aunque en esta ocasión el flujo de dinero provenía, sin grandes disimulos, de la ‘Ndrangheta, la mafia más extendida en la región de Lombardía. 

Olvidemos. 

Olvidemos a Vittorio Sgarbi. Alguien que se presentó en 1990 por el Partido Comunista Italiano a la alcaldía de Pesaro, pero no tuvo éxito. Ese fracaso tuvo que devorarlo. La derrota debió fortalecer su carácter, porque meses más tarde se había convertido, por arte de encantamiento, en consejero en San Severino Marche, cerca de la costa adriática, en representación del Partido Socialista Italiano. 

Olvidemos que dos años después, en 1992, Vittorio Sgarbi se convertía en alcalde de San Severino. Olvidemos que ese mismo año se transformaba en diputado nacional por el Partido Liberal Italiano, partido que se define como antisocialista. El giro no estremece a nadie. Olvidemos que en 1994 es reelegido como diputado por Forza Italia, la coalición que lideraba Berlusconi. 

Olvidemos que en 1999 Sgarbi crea su propio partido: I Liberal Sgarbi-I libertari (Los liberales Sgarbi-Los libertarios). Eso no le impide ser nombrado por Berlusconi Subsecretario de Bienes Culturales. 

Olvidemos que en 2005 el señor Sgarbi desembarca en L’Unione, coalición de la izquierda moderada que lideraba Romano Prodi. Olvidemos su capacidad para camuflarse y sobrevivir en la selva. Solo una norma interna del partido le impide presentarse a las elecciones. 

Olvidemos las cloacas que recorre o los cerebros que conmueve, porque en 2006, en otro ejemplo de su arte para el escapismo, sale a la superficie como asesor cultural del Ayuntamiento de Milán. La elección es revocada en 2008. 

Olvidemos que ese mismo año Vittorio Sgarbi es elegido alcalde de Salemi, un pueblo de la siciliana provincia de Trapani, presentándose por un partido que se proclama de centro, que es la definición más exacta para todas las formas de indefinición. 

Olvidemos que a principios de 2010 la guardia di finanza, que persigue los delitos económicos, abre una investigación que es seguida por los diarios nacionales. Con gran soltura Sgarbi dimite, luciendo una frase que fotografía su quinqué: “Aquí la antimafia es peor que la mafia”. 

Olvidemos la última joya de Sgarbi, es del 22 de enero de este año: “Cosentino comparado con ciertos candidatos parece Winston Churchill”. Hay que explicar que ese Cosentino es el honorable Nicola Cosentino, político al servicio de la familia Casalesi. La afirmación no es mía, sino de los testigos protegidos que se han atrevido a declarar contra él.

¿Cómo olvidar a esta gente tan asombrosa y capacitada? ¿Cómo no ver en Grillo a la única persona que parece dispuesta a detener el virus y reiniciar el sistema?

Basta con observar cómo todos los grandes medios italianos retratan a Grillo para comprender que él no pertenece a la casta, que es el insecto que se ha colado en el banquete de los señores.

¿Desea que el programa de instalación reinicie su equipo ahora?



Escena de calle



El poeta mejor soy de mi calle, 
pero mi calle, a la verdad, no es larga. 

Eso escribía Domingo Rivero en 1907. 

En 2013 mi calle, a la verdad, es minúscula, y está llena de poetas mejores que yo. Son poetas que no lo saben, y por eso lo son.

Ese niño que da patadas a un balón amarillento escribe, con cada gol imaginario, un poema asombroso. Él entiende este mundo y por eso solo juega. 

El cetáceo que lava su coche sobre la acera con un cigarrillo en la boca, ha comprendido bien el laconismo irónico de Simic, y por eso, cuando saluda, solo levanta las cejas. 

El gato pardusco que ronda los contenedores de basura avanza majestuoso y hambriento, propone finales anticlimáticos a sus paseos, y se duerme al sol si el sol le inventa.

Mi calle es tan escasa que el mundo entero cabe en ella. Solo tiene un sentido, y es fea y habla la jerga de la periferia, en una isla que es la periferia de todo.

Hay una forma de llegar a mi calle, pero siempre es en otra dirección. No hay más remedio que equivocarse para llegar.

Mi calle no tiene árboles, tampoco alcorques esperando a esos árboles, pero tiene farolas encorvadas y una brusca música de viento que golpea los cristales.

Mi calle, a la verdad, es minúscula, y no hay un solo tendejón en ella. No hay nada que pasear aquí, porque esta es una calle de gente sin leyenda, con dormitorios en penumbra y juguetes hacinados en los armarios, zapatos que vuelven del trabajo, horarios de arte menor, perros que pasean a su dueño desganado y una ventana abierta en un planeta no muy lejos del sol. 




Fotos: Douglas Ljungkvist y Salvo Petri

Palabras para Águeda


Busco tu nombre en internet esperando encontrar algún rastro, esos residuos que se van acumulando en las bases de datos como objetos perdidos,  espectros de las hemerotecas y los archivos.  

Encuentro tu esquela. Es indiferente, mínima, heladora, pero arde. Quema leer: 44 años. No me entiendas mal: sé que eran demasiados para ti, que hubieras preferido un viaje más rápido.

Lo hablamos muchas veces encerrados en un coche, iluminados por dos farolas de suburbio, con un cortejo de bloques por paisaje: a veces solo vemos una puerta entreabierta, y casi siempre es la salida de emergencia. 

Ahora estás libre al fin de ese enjambre de huesos que te mantenía en pie, libre de una memoria que no te dejaba respirar y del pudridero en que te nacieron.

Era una apuesta segura la tuya: perder siempre. Nada más fácil, te dije, buscando que aceptaras una apuesta distinta, un viaje de vuelta. Quise convencerte de esa locura que yo, muchos días, no me creo. 

La locura de existir, de no abandonarse, de levantarse cada mañana y para nada. La locura de creer que esto tiene  sentido, y que si no lo tiene podemos engañarnos y seguir respirando, y si cuesta respirar aún podemos reírnos antes de que llegue la ambulancia y pongan tu nombre en una lista y digan fue.

No conociste otra indulgencia que algún silencio compartido, ni se acercó a saludarte otra absolución que un conductor borracho o un esposo criminal. Tu hogar podía tener el aspecto que para nosotros tienen los vertederos. Tu familia defendía su territorio con todas las alambradas que admite la pobreza, y el mundo, en fin, aunque a veces soñamos otra vida, no fue un buen lugar para ti. 




Vite in 140 caratteri / Andrea Maggiolo




La literatura surge en cualquier lugar y bajo cualquier condición. Andrea Maggiolo aceptó los 140 caracteres como premisa y decidió convertirlos en una secuencia de fotografías verbales. Esas vidas fotografiadas a veces quieren ser una biografía resuelta en un parpadeo, un gesto que resume una obsesión o una persecución que nos explica a todos. Otras veces surgen a la sombra de una noticia, como un comentario que ha encontrado un rostro donde encarnarse. No son microrrelatos, tampoco aforismos. Quizá sean espejos de nuestro tiempo. 

La página donde se puede seguir el rastro de esas vidas es Micronarrativa (vite in 140 caratteri). También se ha publicado un ebook, editado por Libellula Edizioni, con dibujos de Riccardo Guasco.


Vera, modella che spopola negli USA, vive all’ultimo piano di un grattacielo. Al suo villaggio ucraino solo la chiesa era più alta degli alberi. 

Vera, modelo que triunfa en los USA, vive en la última planta de un rascacielos. En su aldea ucraniana solo la iglesia era más alta que los árboles. 


Fuma 17 sigarette al giorno, Riccardo, guardia giurata. Mai di più, mai di meno. 17 come gli incontri di pugilato che ha vinto in gioventù.

Fuma 17 cigarrillos al día, Riccardo, guardia de seguridad. Nunca más, nunca menos. 17 como los encuentros de boxeo que ganó en su juventud. 


Igor, barista logorroico del paese, parlava di tutto con tutti: politica, calcio, energie rinnovabili. Si è impiccato nel silenzio di una stalla. 

Igor, camarero logorreico del pueblo, hablaba de todo con todos: política, fútbol, energías renovables. Se ha colgado en el silencio de un establo. 


A è uno scrittore famoso. Radio, tv: è ovunque. Ma per lavorare ai suoi racconti ha bisogno del cielo silenzioso dell’Arizona, dove è nato. 

A es un escritor famoso. Radio, televisión: está en todas partes. Sin embargo para trabajar en sus relatos necesita el cielo silencioso de Arizona, donde nació. 


A 18 anni in Vietnam Herb ha visto cose che gli han seccato il cuore. Ora vive nella periferia di Seattle. Solo. Dorme con la luce accesa. 

En 18 años en Vietnam Herb ha visto cosas que le han secado el corazón. Ahora vive en la periferia de Seattle. Solo. Duerme con la luz encendida. 


Il ghiaccio sotto le scarpe scricchiola come pane carasau. Ezio maledice il giorno in cui lasciò la Sardegna per fare il dog-sitter a Londra.

El hielo cruje bajo los zapatos como pan carasau. Ezio maldice el día en que dejó Cerdeña para ser un paseador de perros en Londres. 


Gira per le periferie delle metropoli sudamericane, di notte. Jan, fotografo svedese, ritrae quel mondo nascosto, scuro, pericoloso. Vivo.

Recorre de noche la periferia de las metrópolis sudamericanas. Jan, fotógrafo sueco, reproduce ese mundo escondido, oscuro, peligroso. Vivo. 


Enea, pescatori di Lampedusa, incrociava barconi pieni di immigrati, di notte. Non ne vede più. Ma han detto in tv que quella gente muore ancora.

Enea, pescador de Lampedusa, veía de noche cruzar cayucos llenos de inmigrantes. Ahora no ve más. Pero han dicho en la televisión que esa gente muere todavía.


Alex ha vissuto in affitto per 17 anni, in 3 continenti. Ieri si è accollato un mutuo di 30 anni. Un monolocale a Trastevere. Torna all’ovile.

Álex ha vivido de alquiler 17 años en tres continentes. Ayer se ha cargado con un préstamo a 30 años. Un estudio en el Trastevere. Vuelve al redil. 


Toni, vigile urbano, dice ai turisti: “Roma è una giungla, in tanti si perdono”. Ma non è il traffico. Pensa al figlio, eroinomane, morto nel ’90.

Toni, guardia urbano, dice a los turistas: “Roma es una jungla, son tantos los que se pierden”. Pero no es el tráfico. Piensa en el hijo, heroinómano, muerto en el 90. 




Trad. de B.M.

La violencia no se ha dormido, solo se ha cambiado de zapatos



La violencia está a veces sobre la mesa donde espera el desayuno, en la barra de pan que mordisquea un carpintero, en la copa de aguardiente que traga el policía. La violencia silba todos los himnos. La violencia no dormía antes de la guerra y no se ha dormido después, solo se ha cambiado de zapatos. 

Un himno se repite hasta abrirse paso por las ventanas del colegio. El país es una gran casa, explica la profesora de espaldas a un mapa de Rumanía. A los rumanos no les agradan los alemanes. En esta novela parece como si la minoría alemana fuera la espuma de cerveza que queda entre los dedos del borracho rumano, que sin duda lo sabe y se los limpia. 

Entramos de puntillas en un pueblo sin nombre. Hay pequeñas historias que crecen rápido como charcos bajo la lluvia y que van dejando en los personajes socavones, enfermedades y cicatrices.

De eso nos habla, sin levantar nunca la voz, Herta Müller, tirando de frases cortas y áridas, seccionando la novela en cuadros breves, arriesgando unas pocas metáforas que airean las habitaciones de la lectura.

Herta Müller cuenta la historia de Windisch, de su mujer Katharina y su hija Amalie, pero también siembra a su alrededor leyendas insuficientes, conversaciones que no parecen acabar, fotografías borrosas que se entrecruzan y terminan por formar un mismo barro.

El hombre es un gran faisán en el mundo es una historia sin fechas ni desfiles, sin masacres ni grandes nombres uniformados, sin carros de combate y sin fanfarrias, es la historia en voz baja, la historia de los que no tienen nombre, de lo que ocurre cuando no ocurre nada. 

Casi todo sucede en silencio, a puerta cerrada, bajo la luz indigente de una lámpara de petróleo. Una larga espera trepa por las paredes de las casas, avanza por la mesa, abre la puerta, sale a la calle y da unos pasos hasta que el frío la hunde. 

Todos esperan los pasaportes para emigrar. No viven, solo esperan. A veces se trabaja por casi nada mientras se espera. A veces hay que hacer cualquier cosa para que lleguen. Por eso Amalie se prostituye, para dejar de esperar. 

La prosa de Müller a veces resulta tan fría y seca que uno tiene la sensación de estar caminando sobre un cascajal helado. Las palabras no brillan aquí, solo pesan y cortan. 

Una de las mejores páginas del libro es la dedicada a la madre de Amalie, Katharina. Tras la guerra fue deportada a Rusia e internada en un campo de trabajo. Pronto le crecieron ratas en el estómago. El frío congelaba la hierba y apenas podía levantar la pala con carbón. El hambre se podía contar por nevadas. Como las ratas del estómago no duermen, Katharina buscaba por la noche otra barraca, un cuerpo de guardián, de capataz o de médico. Así fue como Katharina pudo cambiar su sopa de hierbas por pan con azúcar. Así pasaron las nevadas, las ratas del estómago se durmieron y llegó el tren que la devolvió a casa.

Al fin, tras la humillación, llegan los pasaportes, pero quienes suben al tren llevan un fardo invisible a sus espaldas.

Los personajes de esta novela viven en un pozo. Para salir no deben luchar, tampoco quejarse. Si quieren escapar deben morir o someterse. Es el pozo que cavó Ceaucescu. 



El hombre es un gran faisán en el mundo (Siruela, 2009), de Herta Müller. 
Traducción de Juan José del Solar


Foto: David Alonso