Cuaderno de preso, 2






A los perpetuos felices, tan alegres ahora con este encierro, les sugiero que no salgan nunca más, que no vuelvan a la calle, que no cometan el error de la intemperie. Les propongo que crezcan hacia dentro y se queden en su cápsula. Cada uno tiene derecho a elegir su propio ataúd.

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Hay algo aún más peligroso que la esperanza estos días: creerse invulnerable.


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Nunca antes pude escuchar a los pájaros desde mi casa como esta tarde, con esa claridad desnuda. Por la noche me esperaba un silencio antiguo e interminable y una brisa que olía a monte, aquí, en mitad del suburbio.

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Bolsonaro habla sin descanso de Dios, quizá porque será el único que mañana lo perdone.


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El diario La Repubblica informa que en África se están repitiendo escenas de racismo contra los blancos, a los que señalan como introductores del virus en sus países. Hace semanas eran los asiáticos en España los que sufrían ese racismo. Luego fueron los españoles en algunos países de América los apestados. El pánico es un fabuloso acelerador de la estupidez humana.
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Uno de mis vecinos sube a su pequeña azotea y da vueltas y vueltas como un preso en su patio. Nunca alza la vista, nunca se distrae. Lleva una sudadera con capucha y de vez en cuando hace como un boxeador que pelea contra un rival fantasma. Ahora un directo de derecha, luego un gancho inesperado, después una rápida combinación. Pronto comprende que su fantasma está intacto a pesar de los golpes. Las grandes peleas están repletas de rivales imaginarios.

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La rutina del preso tiene algo a la vez patológico y medicinal. Más allá de ella uno se abandona a sí mismo, se retuerce en su propio hueco como un reptil. Quisiera huir, pero no hay escapatoria. Desconocerse no es suficiente. Hay que elegir una falsa esperanza adictiva, un engaño sofisticado, una mendicidad, y luego dejarse llevar.



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